PALABRA DE VIDA DE FEBRERO DE 2011.
«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Esta Palabra es el núcleo central del himno en que S. Pablo ensalza la belleza de la vida cristiana, su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús, que nos injertan plenamente en Él y, por medio de Él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al hacernos una sola persona con Cristo, compartimos su Espíritu y todos los frutos del Espíritu, en primer lugar el de la filiación divina.
Aunque S. Pablo habla de «adopción», lo hace sólo para distinguirla de la condición de hijo natural que sólo le corresponde al Hijo único de Dios. Nuestra relación con el Padre no es puramente jurídica, como si fuésemos hijos adoptivos, sino algo esencial, que cambia nuestra naturaleza como si se tratase de un nuevo nacimiento, porque toda nuestra vida está animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.
Y como S. Pablo, no nos cansaríamos nunca de cantar el milagro de muerte y resurrección que la gracia del bautismo obra en nosotros.
«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».
Esta Palabra nos habla de algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, a la que el Espíritu de Jesús imprime un dinamismo, una tensión que S. Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su fragilidad constitutiva y su egoísmo, en lucha continua con la ley del amor; es más, en lucha continua con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones.
En efecto, los que se dejan conducir por el Espíritu deben librar cada día el «buen combate de la fe» para poder doblegar todas las inclinaciones al mal y vivir según la fe profesada en el bautismo.
Pero ¿cómo?
Sabemos que para que el Espíritu Santo actúe es necesario que nosotros correspondamos. Al escribir esta Palabra, S. Pablo pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que consiste precisamente en negarse a uno mismo y luchar contra el egoísmo en sus formas más variadas.
Pero este morir a nosotros mismos es lo que produce vida, de modo que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es manantial de nueva luz, de paz, de alegría, de amor, de libertad interior; es una puerta abierta al Espíritu.
Al dejar más libre al Espíritu Santo, que está en nuestros corazones, Él podrá prodigarnos sus dones con mayor abundancia y podrá guiarnos por el camino de la vida.
«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».
¿Cómo vivir, pues, esta Palabra?
Ante todo, debemos ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en lo más hondo un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta suficientemente; poseemos una riqueza extraordinaria, pero en su mayor parte no la aprovechamos.
Además, para oír y seguir su voz, tenemos que decir no a todo lo que vaya contra la voluntad de Dios y decir sí a lo que Él quiera: no a las tentaciones, cortando inmediatamente con sus instigaciones; sí a las tareas que Dios nos ha encomendado, sí al amor al prójimo, sí a las pruebas y dificultades con las que nos encontramos…
Si actuamos así, el Espíritu Santo nos guiará y dará a nuestra vida cristiana ese sabor, ese vigor, esa garra, esa luminosidad que no puede dejar de tener si es auténtica.
Y también quienes estén cerca de nosotros se darán cuenta de que no sólo somos hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.
Esta Palabra es el núcleo central del himno en que S. Pablo ensalza la belleza de la vida cristiana, su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús, que nos injertan plenamente en Él y, por medio de Él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al hacernos una sola persona con Cristo, compartimos su Espíritu y todos los frutos del Espíritu, en primer lugar el de la filiación divina.
Aunque S. Pablo habla de «adopción», lo hace sólo para distinguirla de la condición de hijo natural que sólo le corresponde al Hijo único de Dios. Nuestra relación con el Padre no es puramente jurídica, como si fuésemos hijos adoptivos, sino algo esencial, que cambia nuestra naturaleza como si se tratase de un nuevo nacimiento, porque toda nuestra vida está animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.
Y como S. Pablo, no nos cansaríamos nunca de cantar el milagro de muerte y resurrección que la gracia del bautismo obra en nosotros.
«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».
Esta Palabra nos habla de algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, a la que el Espíritu de Jesús imprime un dinamismo, una tensión que S. Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su fragilidad constitutiva y su egoísmo, en lucha continua con la ley del amor; es más, en lucha continua con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones.
En efecto, los que se dejan conducir por el Espíritu deben librar cada día el «buen combate de la fe» para poder doblegar todas las inclinaciones al mal y vivir según la fe profesada en el bautismo.
Pero ¿cómo?
Sabemos que para que el Espíritu Santo actúe es necesario que nosotros correspondamos. Al escribir esta Palabra, S. Pablo pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que consiste precisamente en negarse a uno mismo y luchar contra el egoísmo en sus formas más variadas.
Pero este morir a nosotros mismos es lo que produce vida, de modo que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es manantial de nueva luz, de paz, de alegría, de amor, de libertad interior; es una puerta abierta al Espíritu.
Al dejar más libre al Espíritu Santo, que está en nuestros corazones, Él podrá prodigarnos sus dones con mayor abundancia y podrá guiarnos por el camino de la vida.
«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».
¿Cómo vivir, pues, esta Palabra?
Ante todo, debemos ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en lo más hondo un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta suficientemente; poseemos una riqueza extraordinaria, pero en su mayor parte no la aprovechamos.
Además, para oír y seguir su voz, tenemos que decir no a todo lo que vaya contra la voluntad de Dios y decir sí a lo que Él quiera: no a las tentaciones, cortando inmediatamente con sus instigaciones; sí a las tareas que Dios nos ha encomendado, sí al amor al prójimo, sí a las pruebas y dificultades con las que nos encontramos…
Si actuamos así, el Espíritu Santo nos guiará y dará a nuestra vida cristiana ese sabor, ese vigor, esa garra, esa luminosidad que no puede dejar de tener si es auténtica.
Y también quienes estén cerca de nosotros se darán cuenta de que no sólo somos hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.
Chiara Lubich
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