Que las cosas más valiosas ni son “cosas”
ni se compran con dinero es un tópico que todos conocemos. Que su valor depende
del peso que les damos en nuestra vida es algo que conviene recordar de vez en
cuando. El tiempo que perdiste por tu
rosa hace que tu rosa sea tan importante revela el zorro al Principito, y acaso sea bueno pararse a pensar cuál es
el foco de atención que ahora nos ocupa. El de la sociedad es a todas luces
evidente. En las noticias, la televisión y la radio, en las redes sociales,
todo gira en torno a los mismos temas: la crisis económica, el rescate de los
bancos, el paro, la corrupción política, la (más que lógica) indignación y el
malestar generalizado.
Está claro que no podemos vivir al margen
de estas cuestiones, que resulta imprescindible tomar conciencia y aún alzar la
voz para revertir esta situación y empezar a construir un mundo más justo y
solidario. Sin embargo, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que la
crisis se haya convertido en el eje central de nuestras vidas, motor de
nuestras acciones, causa de nuestros desvelos, responsable de muchas partidas,
fin que justifica los medios y tema de todas las conversaciones. Lógico que así
sea, pero me da por pensar que al cabo – seamos o no conscientes – el “dios” al
que nos entregamos cada día no es más que aquello en que nos centramos “con
todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente”. Y me pregunto si
verdaderamente “queremos” darle tanta importancia a este culto desmedido, a
esta cultura de la economía.
Porque verán ustedes, sucede que miro a mi
alrededor y veo a todo el mundo triste y desesperanzado; que desde hace un
tiempo todo se ha vuelto gris, que hemos perdido el interés (nunca mejor dicho)
por esos otros valores que no se compran con dinero, cuyo brillo es más hermoso
y duradero que el de cualquier metal. Miro a mi alrededor y veo una sociedad en
la que, por economizar, se ha recortado hasta en compartir las emociones:
economía del lenguaje (¡pocas palabras bastan!), de las letras de un mensaje
(140 caracteres) y hasta damos las noticias por whatsapp o mensaje para ahorrar
tiempo. Contemplo una sociedad en la que ya no nos miramos a los ojos: los
apartamos con pudor apenas se cruzan las miradas, fijas en una pantalla de
móvil o en el lado opuesto de la acera si pasamos junto a un mendigo. Ojos
esquivos para evitar que nos paren por la calle porque (¡seguro!) algo querrán
pedirnos. Y la vida transcurre a nuestro lado plagada de encuentros que
pudieron haber sido… y no. Suerte que la maravilla sigue fluyendo entre
nosotros, a la espera de que queramos atenderla.
Dejen que les cuente una anécdota: hace
unas semanas estaba sentada en una terraza con una amiga. Charlábamos
animadamente cuando un señor con un acordeón vino y empezó a tocar junto a
nosotras. Mi primera reacción fue de cierta molestia por la interrupción
inoportuna. Sonriendo, el hombre nos dirigió algún piropo y tocó algunas
piezas, todo con una amabilidad exquisita. Tendría unos sesenta años. Tras unos
minutos en que nadie detuvo su conversación ni levantó la cabeza del plato, se
acercó a pedir una moneda. Me llamó la atención su dignidad, su serena
presencia, la sensación de ser alguien con mucho vivido. Por su acento deduje
que era argentino. Extendí el brazo para darle algo mientras le daba la típica
excusa de que no llevaba más dinero encima. Entonces él me tocó delicadamente
la mano, me sonrió y mirándome con ojos profundos dijo: «Muchas gracias,
princesa. ¡Soy afortunado! No importa si es mucho o poco lo que se da. Lo
importante es QUERER DAR algo».
Comprendí que aquel hombre no sólo no
pedía sino que me había hecho un precioso regalo: me ofreció la música, la
caricia, la mirada, la sonrisa, la gratitud desbordada, una perla de sabiduría.
¡Qué pobre había sido yo, y cuánta su riqueza! Me hizo comprender que siempre
tendré algo que ofrecer a los demás: detalles que no responden al pragmatismo
de “me piden, doy y listo”, sino que implican un detenerse ante el otro, un
mostrarse disponible con la atención puesta en el “qué” y el “cómo”, una mirada
cálida, una sonrisa amiga. En Asia esta actitud se denomina “Namasté”, y corresponde al gesto de detenerse ante el otro, unir las manos a la
altura del corazón y hacer una inclinación de cabeza. “Namasté” significa: “Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero
reside. Yo honro el lugar dentro de ti habitado por el amor, la luz, la paz y
la verdad. Yo honro el lugar dentro de ti donde, cuando tú estás en ese punto y
yo en el mío, somos sólo Uno”.
Entiéndanme, sé que parece una postura muy
mística que en nada nos ahorra los disgustos y preocupaciones que tenemos
encima. No crean que me es ajena esta problemática: el inmenso dolor, la
dignidad herida, los sueños frustrados de tantos jóvenes y adultos, de tantas
familias… Yo soy uno de esos 4.980.778 parados de España que recogen las
estadísticas. Pero aunque éste sea un problema que toca enfrentar, me niego a
concederle el papel central en mi vida. Y comprendo ahora el alcance de la
expresión: No podéis servir a Dios y al
dinero (Mt. 6,24). No hay por qué
restringirlo al modelo cristiano: piense cada uno cuál es el “dios” de su vida,
la fuerza que le hace levantarse, aquello para lo que vive, que absorbe su
tiempo y su energía. En mi caso, si “mi dios” es el amor, la sensibilidad y la
ternura; si por encima de todo quiero hacer de mi vida un canto a la belleza,
la humanidad y la justicia… no puedo entregarme a esos valores y a la vez
hundirme porque va mal la economía. Pura cuestión de interés, pero no puedo
vivir con el corazón divido. Así que seguiré en paro, buscando como todos una
salida, pero mientras ELIJO la alegría de quien sabe en el fondo cuál es su
verdadera riqueza: Porque donde esté tu riqueza,
allí estará también tu corazón (Mt. 6,21).
Creo que ésta es una época privilegiada
para replantearnos en qué basamos (o tasamos) nuestra felicidad cotidiana; cuál
es nuestro “Dios” y el corazón de nuestra vida (porque “de lo que rebosa el corazón, hablan los labios”). Momento de replantear no lo que tenemos sino lo que somos; no lo que
damos sino la voluntad de dar; no el intercambio sino el compartir amoroso que
brota de mirar el mundo con ojos recién nacidos, de tener el oído atento a la
escucha humilde, abiertos los brazos, el corazón despierto y disponible. «Ubi Amor, ibi oculus» (donde hay amor, hay visión). Es
importante ver los “signos de los tiempos” en esta época que toca vivir y
afrontarlos con ánimo renacido. Y saber que no caminamos solos, que muchas
personas están en búsqueda, convencidas de que otra sensibilidad es aún
posible.
Quizá esta actitud no nos arregle los
problemas financieros, pero ayuda a plantear desde otra clave nuestra vida. Es
la firme opción por empezar cada mañana sonriendo, por tener una palabra
amable, privilegiar las buenas noticias, por tener siempre listo un abrazo
(venciendo ese pudor que nos hace esperar “el momento oportuno”. ¡No perdáis
ocasión! ¡abrazad a los que amáis hoy, ahora, sin excusas, sin motivo!). Quizá
no tengamos dinero pero sí una pasión capaz de sanar este mundo dolorido.
Estamos llamados a tener un corazón imbatible. En los tiempos que corren, la
mayor heroicidad consiste en sembrar gestos de esperanza que resuciten esta
tierra yerma. No porque vivamos al margen de los problemas, sino por puro
convencimiento de que el optimismo, la gratuidad y la bondad son hoy una
apuesta necesaria y un revulsivo.
Por supuesto que la crisis nos afecta,
pero héroes son aquellos – decía Thomas Carlyle – que aun siendo frágiles como
todos, enfrentan sus miedos y siguen adelante. Hoy más que nunca necesitamos
héroes de carne y hueso: vecinos, hermanos, amigos que emprendan ese otro
rescate igualmente necesario: cultivar el placer de los detalles, el gusto por
simplificar la vida, el deseo de conectar con lo esencial que da saber y sabor
a cada día. Necesitamos mujeres y hombres, niños, abuelas que – despojados de
títulos y méritos, cheques y chaquetas – nos saquen del mono-tema y nos recuerden
lo que de verdad importa, qué «queremos dar» a la gente que nos rodea. No sé
hacia dónde irá la crisis, pero acaso baste con saber dónde está nuestro
corazón… y hacia dónde nos lleva.
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