viernes, 5 de julio de 2013

5 DE JULIO: ANIVERSARIO DE UNA LEY INJUSTA

HOY, 5 de julio, se cumple el aniversario de la promulgación de una ley injusta. La ley que el 5 de julio de 2010 legalizó el aborto en España y constituyó en supuesto derecho de toda mujer la capacidad de suprimir, dentro de las primeras catorce semanas, la vida del hijo en gestación. 

Se trata de una ley injusta, porque es un hecho científicamente probado que el inicio de la vida del ser humano no se produce con su nacimiento, ni a las 22 semanas de gestación, ni a las 14, ni con la implantación en el útero materno al sexto día, sino cuando el óvulo y el espermatozoide se unen para formar el cigoto. Desde ese momento se inicia la andadura de un nuevo ser, que posee un patrimonio genético propio y exclusivo, que le caracteriza como un nuevo individuo de la especie humana. Y ese nuevo individuo se desarrolla de forma autónoma y continuada, sin saltos cualitativos que nos permitan distinguir una fase humana de otra que no lo es. Por consiguiente, la ciencia nos asegura que el no nacido es un nuevo ser humano. 
En consecuencia, ¿cómo podríamos negarle el reconocimiento de la dignidad y el derecho a la vida que se debe a toda persona? Si sostenemos que hay seres humanos que no son personas, que no tenemos que respetar como personas… nos internaremos por el sendero de inhumanidad que condujo a legitimar el negocio de la esclavitud, o el genocidio del pueblo judío, por poner dos ejemplos bien evidentes. No hace falta ser creyente para defender el derecho a la vida de todo ser humano, incluso del no nacido. La ciencia y la razón nos ofrecen argumentos suficientes para ello. Cristianos y no cristianos compartimos la conciencia íntima de la dignidad y los derechos de todo ser humano, que le hacen merecedor de respeto y protección. 

Una sociedad auténticamente democrática se fundamenta en el reconocimiento de la igual dignidad de todos los seres humanos, incluso de los más débiles. O mejor: sobre todo, de los más débiles. Por eso, cuando se desprotege el derecho a la vida de los que no pueden defenderse, y se otorga a otros la capacidad de suprimirlos, nos encontramos en medio de una sociedad moralmente enferma, que aprueba leyes injustas. Incluso si han sido aprobadas dentro del respeto a los formalismos democráticos. Porque el bien y la verdad se sustentan en su intrínseca racionalidad, y no en el número de los que opinan. 


En este asunto hay que evitar simplezas ideológicas. Defender la vida no es una cuestión de derechas ni de izquierdas. Tabaré Vázquez, presidente (socialista) de Uruguay, en 2008, explicó su veto a la ley que pretendía legalizar el aborto en su país, afirmando: "El verdadero grado de civilización de una nación se mide por cómo se protege a los más necesitados. Por eso se debe proteger más a los más débiles. Porque el criterio no es ya el valor del sujeto en función de los afectos que suscita en los demás, o de la utilidad que presta, sino el valor que resulta de su mera existencia". El verdadero progresismo es el que impulsa a la defensa de la dignidad y los derechos de TODOS los seres humanos, y no sólo de una categoría de ellos. Frente a la posibilidad del aborto, las alternativas verdaderamente progresistas pasan por el apoyo decidido a la mujer que se enfrenta a un embarazo en condiciones difíciles. Sólo que este apoyo jamás puede incluir el derecho a suprimir la vida
 de un ser humano inocente, encomendada por la naturaleza a la protección de su madre.
Teresa de Calcuta afirmó que el aborto constituye una de las mayores amenazas para la paz. Evidentemente. Sería ilusorio querer construir una sociedad justa, próspera y armoniosa, sobre los pequeños cadáveres de millones de víctimas inocentes. Cuando la sociedad deja de proteger el derecho de todos a la vida, introduce en su 'sistema' un 'virus' letal, de consecuencias funestas e imprevisibles, que conduce inexorablemente a la gestación de una cultura que devalúa el respeto a la persona, una 'cultura de muerte', denunciada con tanto vigor por el gran humanista Juan Pablo II. 

Urge pues una reacción social, una movilización ciudadana, reflexiva y pacífica, aunque no menos tenaz, que promueva una legislación más respetuosa de la dignidad del ser humano, y capaz de salvaguardar sus derechos más básicos. Porque cuando una sociedad se muestra insensible y apática ante leyes que niegan el derecho de todos a la vida, no nos sorprenderá que tampoco reaccione cuando se conculca el derecho de las personas al trabajo, al sustento, a la vivienda, a una sanidad o una enseñanza de suficiente calidad… a una auténtica justicia social.


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