Homilía completa del Santo Padre: (de la crónica radial del evento)
La solemnidad de Cristo
Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión
del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora
con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa
providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino
de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y
hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno
con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para
introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.
Dirijo también un
saludo cordial y fraternal a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las
Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos
intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de
Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una
fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.
Del mismo modo, y por
su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en
Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la
concordia.
Las lecturas bíblicas
que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo.
Cristo está al centro. Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del
pueblo y de la historia.
1. El apóstol Pablo, en
la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una
visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito
de toda la creación: en Él, por medio de Él y en vista de Él fueron creadas
todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio. Jesucristo, el
Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en Él todas las cosas
sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la Creación, Señor de la
reconciliación.
Esta imagen nos ayuda a
entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al
creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta
centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Es
así, nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de
Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo. Nuestras
palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, la pérdida
de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños,
tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
2. Además de ser centro de la creación y centro
de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente
hoy está aquí, al centro de nosotros. Ahora está aquí, en la Palabra, y estará
aquí, en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo
muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de
Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel
(cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos
hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar
al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es
precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que
cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En Él nosotros
somos uno: un solo pueblo; unidos a él, participamos de un solo camino, un solo
destino. Solamente en Él, en Él como centro, tenemos la identidad como pueblo.
3. Y, por último,
Cristo es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de
la historia de todo hombre. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas,
las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el
centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y
nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos los
otros se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey,
sálvate a tí mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en
la vida hasta el final pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado
implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Y
Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús
sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre
encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja jamás de atender una
petición como esa. Hoy todos nosotros podemos pensar a nuestra historia, a
nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno de nosotros
también tiene sus errores, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos
oscuros. Nos hará bien, en esta jornada, pensar a nuestra historia y mirar a
Jesús y desde el corazón repetirle tanta veces, pero con el corazón, en
silencio, cada uno de nosotros: "¡acuérdate de mí, Señor, ahora que estás
en tu Reino!". Jesús, acuérdate de mí, porque yo tengo ganas de ser bueno,
tengo ganas de ser buena, pero no tengo fuerza, no puedo: ¡soy pecador, soy
pecador! Pero acuérdate de mí, Jesús: ¡Tú puedes acordarte de mí, porque Tú estás
al centro, Tú estás precisamente en tu Reino! ¡Qué bello! Hagámoslo hoy todos,
cada uno en su corazón, tantas veces. "¡Acuérdate de mí Señor, Tú que
estás al centro, Tú que estás en tu Reino!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario