Tomar
el ejemplo de tantos cristianos perseguidos, pero también de los que en la vida
cotidiana enfrentan las dificultades gracias al don de la fortaleza
Queridos hermanos y
hermanas ¡buen día!
Las semanas pasadas
hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: la
sabiduría, el intelecto y el consejo. Hoy pensemos a lo que hace el Señor, Él
viene a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial, el
don de la fortaleza.
Hay una parábola
contada por Jesús que nos ayuda a entender la importancia de este don. Un
sembrador no logra plantar todas las semillas que arroja, pero estas
fructifican. Lo que cae en el camino es comido por los pájaros, lo que cae en
el terreno pedregoso y en medio a las zarzas germina pero rápidamente se seca
por el sol o es sofocado por las espinas. Solamente lo que termina en el
terreno bueno puede crecer y dar fruto.
Como el mismo Jesús le
explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce
abundantemente la semilla de su palabra. La semilla, entretanto, muchas veces
se encuentra con la aridez de nuestro corazón, y mismo cuando es recibido corre
el riesgo de quedar estéril. Con el don de la fortaleza en cambio, el Espíritu
Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera del topor, de las
incertezas y de todos los temores que pueden frenarlo, de manera que la palabra
del Señor sea puesta en práctica de una manera auténtica y gozosa. Es una
verdadera ayuda este don de la fortaleza, nos da fuerza y nos libera de tantos
impedimentos.
Existen también, esto
sucede, momentos difíciles y situaciones extremas durante las cuales el don de
la Fortaleza se manifiesta de manera ejemplar y extraordinaria. Es el caso de
aquellos que deben enfrentar experiencias particularmente duras y dolorosas que
descompaginan sus vidas y las de sus seres queridos. La Iglesia resplandece con
el testimonio de tantos hermanos y hermanas que no dudaron en dar su propia
vida para ser fieles al Señor y a su evangelio. También hoy no faltan
cristianos que en tantos lugares del mundo siguen celebrando y dando testimonio
de su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten también a pesar de
que saben les puede comportar un precio más alto.
También nosotros, todos
nosotros conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, tantos dolores,
pensemos a esos hombres y mujeres que llevan una vida difícil, luchan para
llevar adelante la familia, para educar a sus hijos. Esto lo hacen porque está
el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos y cuántos hombres y mujeres, no
sabemos los nombres, pero que honoran a nuestro pueblo y a la Iglesia, porque
son fuertes, fuertes en llevar adelante a su familia, su trabajo, su fe. Y
estos hermanos y hermanas son santos en los cotidiano, santos escondidos en
medio de nosotros, tienen el don de la fortaleza para llevar adelante su deber
de personas, de padres, madres de hermanos, de hermanas, de ciudadanos.
Son tantos,
agradezcamos al Señor por estos cristianos que tiene una santidad escondida,
que tienen el Espíritu dentro que los lleva adelante. Y nos hará bien
acordarnos de estas personas: ¿Si ellos pueden hacerlo, por qué yo no?, y
pedirle al Señor que nos dé el don de la fortaleza.
No pensemos que el don
de la fortaleza sea necesario solamente en algunas ocasiones o situaciones
particulares. Este don tiene que constituir el cuadro de fondo de nuestro ser
cristiano, en nuestra vida ordinaria cotidiana. Todos los días de nuestra vida
cotidiana tenemos que ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar
adelante nuestra vida, nuestra familia y nuestra fe.
Pablo, el apóstol, dijo
una frase que nos hará bien escucharla: “Puedo todo en Áquel que me da la
fuerza”. Cuando estamos en la vida ordinaria y vienen las dificultades
acordémonos de esto: “Todo puedo en Áquel que me da la fuerza”.
El Señor nos da siempre
las fuerzas, no nos faltan. El Señor no nos prueba más de lo que podemos
soportar. Él está siempre con nosotros, “todo puedo en Áquel que me da la
fuerza”.
Queridos amigos, a
veces podemos sufrir la tentación de dejarnos tomar por la pereza, o peor, por
el desaliento, especialmente delante de las fatigas y de las pruebas de la
vida. En estos casos no nos desanimemos, sino que invoquemos al Espíritu Santo,
para que con el don de la fortaleza pueda aliviar a nuestro corazón y comunicar
una nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguir a Jesús.
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