«Yo soy el pan de
vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed
jamás» (Jn 6,35).
Juan narra en su Evangelio que Jesús, después de haber multiplicado
los panes, en su gran discurso pronunciado en Cafarnaún, dijo entre otras
cosas: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que
perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6, 27).
Para sus oyentes es evidente la referencia al maná, como también a la
expectativa del segundo maná que bajará del cielo en el tiempo mesiánico.
Poco después, en el mismo
discurso, ante la muchedumbre que sigue sin comprender, Jesús se presenta a sí
mismo como el pan verdadero que baja del cielo y que debe ser aceptado mediante
la fe:
«Yo
soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no
tendrá sed jamás».
Jesús se ve ya como pan. Ese es, pues, el motivo de su vida en esta
tierra. Ser pan para ser comido. Y ser pan para comunicamos su vida, para
transformamos en él. Hasta aquí está claro el significado espiritual de esta
Palabra, con sus referencias al Antiguo Testamento. Pero el discurso se vuelve
misterioso y peliagudo cuando, más adelante, Jesús dice de sí mismo: «El pan
que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51 b) y «si no coméis la
carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros»
(Jn 6, 53).
Es el anuncio de la Eucaristía lo que escandaliza y aleja a muchos
discípulos. Pero es el regalo más grande que Jesús quiere hacer a la humanidad:
su presencia en el sacramento de la Eucaristía, que da la saciedad al alma y al
cuerpo, la plenitud de la alegría, para la íntima unión con Jesús.
Alimentados por este pan, ninguna otra hambre tiene ya razón de
existir. Cualquier deseo nuestro de amor y de verdad es saciado por quien es el
Amor mismo, la Verdad misma.
«Yo soy el pan de vida. El
que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».
Así pues, este pan nutre de Él ya en esta tierra, pero se nos da para
que podamos a nuestra vez saciar el hambre espiritual y material de la
humanidad que nos rodea.
El mundo no recibe el anuncio de Cristo mediante la Eucaristía, sino
más bien mediante la vida de los cristianos, alimentados por ella y por la Palabra,
los cuales, predicando el Evangelio con su vida y con su voz, hacen presente a
Cristo en medio de los hombres.
Gracias a la Eucaristía, la vida de la comunidad cristiana se
convierte en la vida de Jesús, una vida capaz de dar el amor y la vida de Dios
a los demás.
«Yo
soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no
tendrá sed jamás».
Con la metáfora del pan, Jesús nos enseña también el modo más
verdadero y más «cristiano» de amar a nuestro prójimo.
En realidad, ¿qué
significa amar?
Amar significa «hacerse uno» con todos, hacerse uno en todo lo que los
demás desean, en las cosas más pequeñas e insignificantes y en esas que puede
que a nosotros nos importen poco pero que interesan a los demás.
Y Jesús ejemplificó de manera estupenda este modo de amar haciéndose
pan para nosotros. Él se hace pan para entrar en todos, para hacerse
comestible, para hacerse uno con todos, para servir, para amar a todos.
Así pues, hagámonos uno también nosotros hasta dejarnos comer.
Esto es el amor, hacernos uno de modo que los demás se sientan
alimentados por nuestro amor, reconfortados, aliviados y comprendidos.
Chiara Lubich
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