«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os
acogió para gloria de Dios» (Rm 15, 7).
Queriendo
ir a Roma y, desde allí, proseguir hacia España, el apóstol Pablo manda primero
una carta suya a las comunidades cristianas presentes en aquella ciudad. En
estas, que pronto testimoniarán con innumerables mártires su sincera y profunda
adhesión al Evangelio, no faltan, como en otros lugares, tensiones,
incomprensiones y hasta rivalidades. En efecto, los cristianos de Roma son de diversa
extracción social, cultural y religiosa. Los hay que proceden del judaísmo, del
mundo helénico y de la antigua religión romana, tal vez del estoicismo o de
otras corrientes filosóficas, cada una con sus propias tradiciones de
pensamiento y convicciones éticas. A algunos se los llama débiles porque tienen
usanzas alimentarias peculiares -son vegetarianos, por ejemplo- o se atienen a
calendarios que señalan días especiales de ayuno; a otros se los llama fuertes
porque, libres de estos condicionamientos, no están sujetos a tabúes
alimentarios o a rituales especiales. A todos les dirige Pablo una invitación
apremiante:
«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os
acogió para gloria de Dios».
En esa
misma carta ya antes había entrado en el tema dirigiéndose primero a los
fuertes para invitarlos a acoger a los débiles «sin discutir sus
razonamientos»; y luego a los débiles para que acojan a su vez a los fuertes
«sin juzgarlos, pues Dios los ha acogido».
Pablo está
convencido de que cada cual, aun en la diversidad de criterios y usanzas, actúa
por amor al Señor. Por ello no hay motivo para juzgar a quien piensa distinto,
y menos aún de escandalizarlo actuando con arrogancia y con sentido de
superioridad. Lo que hay que tener más bien en el punto de mira es el bien de
todos, la «edificación mutua», o sea, el construir la comunidad, su unidad (cf.
14, 1-23).
También en
este caso, se trata de aplicar la gran norma del vivir cristiano que Pablo
había recordado poco antes en su carta: «la plenitud de la ley es el amor» (13,
10). Al dejar de comportarse «conforme al amor» (14, 15), se había debilitado
en los cristianos de Roma el espíritu de fraternidad que debe mover a los
miembros de toda comunidad.
El apóstol
propone como modelo de acogida mutua a Jesús cuando, en su muerte, en lugar de
«buscar su propio agrado», cargó con nuestras debilidades (cf. 15, 1-3). Desde
lo alto de la cruz atrajo a todos a sí y acogió tanto al judío Juan como al
centurión romano, tanto a María Magdalena como al malhechor crucificado junto a
él.
«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os
acogió para gloria de Dios».
También en
nuestras comunidades cristianas, aunque todos somos «amados de Dios, llamados
santos» (1, 7), se dan, igual que en las de Roma, desacuerdos y choques entre
diferentes modos de ver y culturas en muchos casos distantes unas de otras. A
menudo se contraponen los tradicionalistas y los innovadores -usando un
lenguaje quizá un poco simplista pero fácilmente comprensible-, personas más
abiertas y otras más cerradas, interesadas en un cristianismo más social o más
espiritual; diversidades que son alimentadas por convicciones políticas y
extracciones sociales diferentes. El fenómeno migratorio actual añade a
nuestras asambleas litúrgicas y a los distintos grupos eclesiales más elementos
de diversificación cultural y de procedencia geográfica.
La misma
dinámica puede surgir en las relaciones entre cristianos de Iglesias distintas,
pero también en la familia, en el ámbito laboral o en el político.
Entonces
se insinúa la tentación de juzgar a quien no piensa como nosotros, o de
consideramos superiores, en una estéril confrontación y exclusión recíproca.
El modelo
que Pablo propone no es la uniformidad que despersonaliza, sino la comunión
entre diversos que enriquece. No es casual que dos capítulos antes, en la misma
carta, hable de la unidad del cuerpo y de la diversidad de sus miembros, así
como de la variedad de carismas que enriquecen y animan la comunidad (cf. 12,
3-13). Usando una imagen del papa Francisco, «el modelo no es la esfera...,
donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y
otros. El modelo es el poliedro», que tiene superficies distintas entre sí y
una composición asimétrica donde «todas las parcialidades conservan su originalidad».
«Incluso las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo
que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el
orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las
personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a
todos».
«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os
acogió para gloria de Dios».
La palabra
de vida es una invitación apremiante a reconocer lo positivo del otro, al menos
porque Cristo dio la vida también por esa persona a la que me darían ganas de
juzgar. Es una invitación a escuchar desactivando los mecanismos defensivos, a
permanecer abiertos al cambio, a acoger la diversidad con respeto y amor, para
llegar a formar una comunidad plural y al mismo tiempo unida.
Esta
palabra ha sido elegida por la Iglesia Evangélica en Alemania para que sus
miembros la vivan y los ilumine durante todo 2015. El compartirla miembros de
diferentes Iglesias, al menos este mes, muestra ya un signo de acogida recíproca.
Así
podríamos dar gloria a Dios «unánimes, a una voz» (15, 6), porque, como dijo
Chiara Lubich en la catedral de la Iglesia Reformada de St. Pierre, en Ginebra,
«el tiempo presente [...] requiere de cada uno de nosotros amor, requiere
unidad, comunión, solidaridad. Y llama también a las Iglesias a recomponer la
unidad rota desde hace siglos. Esta es la reforma de las reformas que el Cielo
nos pide. Es el primer paso, y necesario, hacia la fraternidad universal con
todos los hombres y las mujeres del mundo. Pues el mundo creerá si estamos
unidos».
Fabio Ciardi
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