«Hay mucha Vida en cada vida»
Jornada de la Vida – 25 de marzo
de 2015
1. Al celebrar la Jornada
por la Vida queremos reconocer el don precioso de la vida humana,
independientemente de cualquier circunstancia o condición. Toda vida humana es
valiosa porque es imagen de Dios. Esta es la gran revelación sobre la
naturaleza humana: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo
creó, varón y mujer los creó» (Gén 1, 27). Para Dios, todos y cada uno de los
seres humanos poseen un valor excepcional, único e irrepetible. Nuestra vida es
un don que brota del amor de Dios que reserva a todo ser humano, desde su
concepción, un lugar especial en su corazón, llamándolo a la comunión gozosa
con Él. En toda vida, en la recién concebida, en la débil o sufriente, podemos
reconocer el sí que Dios ha pronunciado sobre ella de una vez para siempre.
Aquí se fundamenta la razón de hacer de este sí la actitud justa y propia hacia
cada uno de nuestros prójimos sea cual sea la situación en que estos se
encuentren.
2. Dios nos ha regalado la
vida y ha confiado la vida de cada persona a los demás, en una fraternidad real
que procede de Dios Padre, que nos hace hermanos y nos indica la verdad de ser
don para el otro y de aprender a acoger el don que el otro supone para mí. El
ser humano no es una isla, no es una realidad encerrada en sí misma, sino un
ser en relación. La experiencia muestra con claridad que el ser humano solo
alcanza su plenitud en la comunicación y el diálogo interpersonal que genera la
comunión. Asimismo, el ser humano es una misteriosa combinación de pobreza y
grandeza. Nadie puede desarrollarse en plenitud en soledad, sino viviendo en
comunión recíproca con los demás. Y, al mismo tiempo, todos y cada uno de
nosotros somos capaces de enriquecer a los demás. En estos tiempos en los que
el individualismo y la autosuficiencia calan en nuestra sociedad, conviene
recordar que todos, de alguna manera, somos seres dependientes y necesitados.
Nadie puede alcanzar una vida plena si no es con la ayuda de los demás, si no
es mediante la aceptación del don de otro que colma mi indigencia.
3. Algunas personas vienen
al mundo con una particular necesidad, vulnerabilidad o discapacidad.
Lamentablemente hay quien piensa que esas vidas no merecen la pena y no son
dignas de ser vividas. Ello es debido a que se considera que la vida solo
merece respeto cuando supera un cierto nivel de “calidad de vida”. Esta forma
de pensar muestra la incapacidad de apreciar el valor y la dignidad de toda
vida humana, más allá de sus condicionantes, así como una deplorable dosis de
autocomplacencia, falsa seguridad y orgullo que termina por minusvalorar o
despreciar, aunque sea de modo soterrado o sutil, a la persona débil o enferma.
4. ¿Cómo calificar un mundo
que negara la acogida y protección a los más débiles? ¿Qué tipo de sociedad
estaríamos construyendo si minusvaloramos o rechazamos al que es más vulnerable
y está más necesitado? Las personas discapacitadas nos muestran la grandeza de
su corazón y de su existencia. Son los campeones de la vida por su coraje, un
ejemplo para todos y un verdadero testimonio de la grandeza de su existencia.
Reflejan los valores más genuinos del ser humano, que posee un valor infinito
con independencia de cualquier condicionamiento físico, psíquico, social o de
cualquier otra índole. Son personas grandes, capaces de darlo todo, capaces de
enriquecer a los demás y capaces de acoger a todos. Esto se pone de manifiesto
en la existencia cotidiana de tantas familias que han aprendido a mirar la vida
desde otra perspectiva con la llegada de un hijo con alguna discapacidad.
Conocemos tantísimos testimonios de familias que afirman que sus hijos
“especiales” (y qué hijo no es especial e irrepetible para su padre y su madre)
son fuente de felicidad en sus casas, verdadero testimonio de amor y esperanza,
y que ayudan a crecer en humanidad a todos los miembros de la familia. Como
toda vida humana sabemos que esas vidas también son, como las nuestras, una
misteriosa mezcla de indigencia y grandeza, de necesidad y riqueza.
5. Todos estamos llamados a
implicarnos en la defensa de la vida, especialmente de la más vulnerable, débil
e indefensa. Debemos construir una verdadera comunidad humana en la que todos
nos percibamos como un inmenso don de Dios llamados a cuidarnos los unos de los
otros, a socorrer nuestra indigencia con la grandeza de la vida del prójimo y
viceversa, en una sinfonía de la caridad, en la que al dar la propia vida y
recibir la del prójimo crecemos como personas y edificamos un mundo
verdaderamente humano. El Hijo de Dios, tomando carne de María, nos ha mostrado
la altura, anchura y profundidad del amor que verdaderamente puede saciar el
corazón humano. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre
nosotros una nueva fraternidad reflejo de la vida de Dios que es comunión de
Personas. Por eso, el compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada
uno. Es una responsabilidad propiamente «eclesial», que exige la acción
concertada y generosa de todos los miembros y estructuras de la comunidad
cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad
de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de «hacerse prójimo »
de cada ser humano: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).
6. Este compromiso
comunitario requiere la participación social y política en vistas al bien
común. Por eso, cada uno de nosotros, las familias como sujetos de la vida
social, asociaciones civiles e instituciones debemos trabajar con audacia,
constancia y creatividad para que las leyes e instituciones civiles defiendan y
promuevan el derecho a la vida desde su concepción hasta su muerte natural,
reformando o derogando aquellas legislaciones injustas, como las actualmente
vigentes, y promoviendo iniciativas que defiendan, tutelen y promuevan el
derecho a la vida de todo ser humano como fundamento de una sociedad
verdaderamente humana. En esta solemnidad de la Anunciación queremos encomendar
a todas las familias y a quienes se encuentran en situación de debilidad,
sufrimiento o exclusión al cuidado materno de María, de cuyo seno hemos
recibido al Autor de la Vida.
Con afecto fraterno.
Los
obispos de la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida.
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