«Pero
Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros
muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef 2, 4-5).
Cuando el Señor se apareció a Moisés en el Monte Sinaí, proclamó su
propia identidad llamándose «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Para indicar la
naturaleza de este amor de misericordia, la Biblia hebrea utiliza una palabra,
rahâmîm, que se refiere al vientre materno, el lugar de donde proviene la vida.
Al darse a conocer como «misericordioso», Dios muestra la solicitud que tiene
por toda criatura suya, semejante a la de una madre por su niño: lo quiere,
está cerca de él, lo protege, se preocupa de él. La Biblia usa también otro
término, hesed, para expresar otros aspectos del amor-misericordia: fidelidad,
benevolencia, bondad, solidaridad.
También María canta en su Magníficat a la misericordia del Omnipotente,
que se extiende de generación en generación (cf. Lc 1, 50).
El propio Jesús nos habló del amor de Dios, a quien reveló como un
«Padre» cercano y atento a cualquier necesidad nuestra, dispuesto a perdonar, a
dar todo aquello que necesitemos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos y
manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45). Su amor es en verdad «rico» y
«grande», tal como lo describe la carta a los Efesios, de la que está tomada la
palabra de vida:
«Pero Dios, rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por
los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo».
Pablo casi grita de alegría al contemplar la acción extraordinaria que
Dios ha cumplido con nosotros: estábamos muertos y nos ha hecho revivir,
dándonos una nueva vida.
La frase comienza con un «pero» para indicar el contraste con lo que
Pablo había observado anteriormente: la condición trágica de la humanidad,
abrumada por culpas y pecados, prisionera de deseos egoístas y malvados, bajo
el influjo de las fuerzas del mal, en abierta rebelión contra Dios. En esta
situación merecería que se desencadenase su ira (cf. Ef 2, 1-3). Pero Dios, en
lugar de castigar -y de ahí el gran estupor de Pablo- le da vida: no se deja
guiar por la ira, sino por la misericordia y el amor.
Jesús ya había revelado este actuar de Dios al relatar la parábola del
padre de los dos hijos que recibe con los brazos abiertos al más joven, sumido
en una vida inhumana. Y lo mismo con la parábola del pastor bueno que va a
buscar a la oveja perdida y se la carga sobre los hombros para llevarla de
nuevo a casa; o la del buen samaritano, que le cura las heridas al hombre que
había caído en manos de unos bandidos (cf. Lc 15, 11-32; 3-7; 10,30-37).
Dios, Padre misericordioso, simbolizado en las parábolas, no solo nos
ha perdonado, sino que nos ha dado la misma vida de su hijo Jesús, nos ha dado
la plenitud de la vida divina.
De ahí el himno de gratitud:
«Pero Dios, rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por
los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo».
Esta palabra de vida debería suscitar en nosotros la misma alegría y
gratitud que en Pablo y en la primera comunidad cristiana. Dios también se
muestra «rico en misericordia» y «grande en el amor» por cada uno de nosotros,
dispuesto a perdonar y a devolvernos la confianza. No hay situación de pecado,
de dolor o de soledad en la que Él no se haga presente, no se ponga a nuestro
lado para acompañamos en nuestro camino, no nos dé confianza, la posibilidad de
rehacernos y la fuerza para volver a empezar siempre.
El 17 de marzo de hace dos años, en su primer Ángelus, el papa
Francisco comenzó a hablar de la misericordia de Dios, un tema que luego se ha
hecho habitual en él. En aquella ocasión dijo: «El rostro de Dios es el de un
padre misericordioso, que siempre tiene paciencia… nos comprende, nos espera,
no se cansa de perdonamos…». Y concluyó aquel breve saludo recordando que «Él
es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso
con todos nosotros. Aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con
todos».
Esta última indicación nos sugiere un modo concreto de vivir la Palabra
de vida.
Si Dios con nosotros es rico en misericordia y grande en el amor,
también nosotros estamos llamados a ser misericordiosos con los demás. Si Él ama
a personas malas, que son sus enemigas, también nosotros tendremos que aprender
a amar a quienes no son «amables», incluidos los enemigos. ¿No nos dijo Jesús:
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt
5, 7)? ¿No nos pidió que fuésemos «misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso» (Lc 6, 36)? También Pablo invitaba a sus comunidades, elegidas
y amadas por Dios, a revestirse «de compasión entrañable, bondad, humildad,
mansedumbre y paciencia» (Col 3, 12).
Si hemos creído en el amor de Dios, también nosotros podremos amar a
nuestra vez con ese amor que hace suya cualquier situación de dolor y de
necesidad, que todo lo excusa, que protege, que sabe ocuparse.
Viviendo así podremos ser testigos del amor de Dios y ayudar a todos
aquellos con quienes nos encontremos a descubrir que, también con ellos, Dios
es rico en misericordia y grande en el amor.
FABIO CIARDI
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