«Amarás
a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 31).
Esta es una de esas palabras del Evangelio
que piden ser vividas sin demora, inmediatamente. Es tan clara, límpida ¡y
exigente!, que no requiere muchos comentarios. Sin embargo, para captar la
fuerza que encierra será útil situarla en su contexto.
Jesús está respondiendo a un escriba -un
estudioso de la Biblia- que le ha preguntado qué mandamiento es el más grande.
Era una cuestión abierta, puesto que en las Sagradas Escrituras se habían
identificado 613 preceptos que hay que observar.
Uno de los grandes maestros que había vivido
unos años antes, Shammay, se había negado a indicar el mandamiento supremo. Sin
embargo otros, como hará luego Jesús, se orientaban ya a poner en el centro el
amor. Por ejemplo, el rabino Hillel afirmaba: «No hagas al prójimo lo que te
resulta odioso a ti; esta es toda la ley. El resto no es más que explicación».
Jesús no solo adopta la enseñanza sobre la
centralidad del amor, sino que aúna en un único mandamiento el amor a Dios (Dt 6,
4) y el amor al prójimo (cf. Lv 19, 18). Y la respuesta que da al escriba que
lo interpela dice así: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro
Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser". El segundo es este:
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay mandamiento mayor que
estos».
«Amarás a tu
prójimo como a ti mismo».
Esta segunda parte del único mandamiento es
expresión de la primera parte, el amor a Dios. A Dios le importa tanto
cualquier criatura suya que, para darle alegría, para demostrarle con hechos el
amor que tenemos por Él, no hay modo mejor que ser la expresión de su amor para
con todos. Igual que los padres se alegran cuando ven que sus hijos se llevan
bien, se ayudan y están unidos, Dios -que es para nosotros como un padre y una
madre- también se alegra cuando ve que amamos al prójimo como a nosotros
mismos, contribuyendo así a la unidad de la familia humana.
Ya los profetas llevaban siglos explicando al
pueblo de Israel que Dios quiere amor, y no sacrificios ni holocaustos (cf. Os
6, 6). El propio Jesús se remite a su enseñanza cuando afirma: «Andad, aprended
lo que significa "Misericordia quiero y no sacrificios"» (Mt 9, 13).
Pues ¿cómo podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al hermano, a
quien vemos? (cf. 1 Jn 4, 20). Lo amamos, le servimos, lo honramos en la medida
en que amamos, servimos y honramos a cada persona, amiga o desconocida, de
nuestro pueblo o de otros pueblos, sobre todo a los «pequeños», a los más
necesitados.
Es una invitación que dirige a los cristianos
de todo tiempo para transformar el culto en vida, salir de las iglesias -donde
hemos adorado, amado y alabado a Dios- e ir hacia los demás, y así poner en
práctica lo que hemos aprendido en la oración y en la comunión con Dios.
«Amarás a tu
prójimo como a ti mismo».
¿Cómo vivir entonces este mandamiento del
Señor?
Recordemos ante todo que forma parte de un
binomio inseparable que incluye el amor a Dios. Hace falta dedicar tiempo a
conocer lo que es el amor y cómo hay que amar, y para ello hay que favorecer
momentos de oración, de «contemplación», de diálogo con Él: lo aprendemos de
Dios, que es Amor. No le robamos tiempo al prójimo cuando estamos con Dios; al
contrario, nos preparamos para amar de un modo cada vez más generoso y
apropiado. Al mismo tiempo, cuando volvemos a estar con Dios después de haber
amado a los demás, nuestra oración es más auténtica, más verdadera, y se puebla
de todas las personas con las que hemos estado y que llevamos de nuevo a Él.
Además, para amar al prójimo como a uno mismo
hay que conocerlo como se conoce uno a sí mismo. Deberíamos llegar a amar como
el otro quiere que lo amen, y no como a mí me gustaría amarlo. Ahora que
nuestras sociedades son cada vez más multiculturales debido a la presencia de
personas procedentes de mundos muy distintos, el desafío es aún más grande.
Quien va a un país nuevo debe conocer sus tradiciones y sus valores; solo así puede
entender y amar a sus ciudadanos. Y lo mismo quien recibe a nuevos inmigrantes,
en muchos casos desorientados, enfrentados a un nuevo idioma, con problemas de
inserción.
La diversidad está presente dentro de la
familia misma, en el trabajo o en la comunidad de vecinos, incluso aunque estén
formados por personas de la misma cultura. ¿Acaso no nos gustaría encontramos
con alguien dispuesto a dedicar su tiempo a escuchamos, a ayudamos a preparar
un examen, a encontrar un puesto de trabajo, a reformar la casa? Pues quizá el
otro tenga necesidades similares. Hay que saber intuirlas, prestarle atención,
escucharlo sinceramente, meternos en su pellejo.
También cuenta la calidad del amor. En su
célebre himno a la caridad, el apóstol Pablo enumera algunas de sus
características que no vendrá mal recordar: es paciente, quiere el bien del
otro, no es envidioso, no adopta aires de superioridad, considera al otro más
importante que a sí mismo, no falta al respeto, no busca su propio interés, no
se irrita, no lleva cuentas del mal recibido, todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13, 4-7).
¡Cuántas ocasiones y cuántos matices para
vivir!
«Amarás a tu
prójimo como a ti mismo».
Y por último podemos recordar que esta norma
de la existencia humana sustenta la famosa «regla de oro», que encontramos en
todas las religiones y hasta en los grandes maestros de la cultura «laica».
Hindúes y musulmanes, budistas y creyentes de religiones tradicionales,
cristianos y hombres y mujeres de buena voluntad podríamos buscar en los
orígenes de nuestra tradición cultural o de nuestro credo religioso análogas
invitaciones a amar al prójimo y ayudamos a vivirlas juntos.
Debemos trabajar juntos para crear una nueva
mentalidad que valore al otro, que inculque el respeto a la persona, proteja a
las minorías, atienda a los sujetos más débiles, que no centre la atención en
los intereses propios sino que ponga en el primer lugar los del otro.
Si todos fuésemos de verdad conscientes de
que tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos hasta no hacer al otro
lo que no quisiéramos que nos hiciesen a nosotros y que deberíamos hacer al
otro lo que quisiéramos que el otro nos hiciese, cesarían las guerras, se
acabaría la corrupción, la fraternidad universal ya no sería una utopía y la
civilización del amor pronto se haría realidad.
Fabio Ciardi
No hay comentarios:
Publicar un comentario