Familia, hogar de la misericordia
Nota
de los obispos
Introducción
Este
año celebramos la fiesta de la Sagrada Familia en el contexto del Año de la
Misericordia, que el papa Francisco ha convocado y que hemos iniciado el pasado
8 de diciembre. San Juan Pablo II nos recordaba, en su segunda carta encíclica,
Dives in misericordia, publicada en 1980, que Dios siempre es «rico en
misericordia» (Ef 2, 4). Todos tenemos necesidad de acogernos a esta
Misericordia divina para que en nuestra vida se haga el milagro de creer en la
familia, esperar en la familia y amar la familia profundamente. Así, esta
Jornada quiere ser eco de esta relación tan estrecha entre misericordia y
familia, con el lema: «Familia, hogar de
la misericordia».
Las
tres parábolas que utiliza el papa Francisco en la bula Misericordiae vultus
para recordarnos a Cristo como Buen Pastor (la de la oveja perdida, la de la
moneda extraviada y la del padre y los dos hijos) nos recuerdan la grandeza del
amor de Dios y de su corazón a pesar de las divisiones, confrontaciones, que
tanto afectan a la sociedad y, de un modo particular, a las familias, muchas
veces consecuencia de las decisiones tomadas.
Un mundo sediento de amor y
misericordia
Benedicto
XVI nos recordaba que el mundo viene atravesado por una gran “crisis de verdad”. De hecho, la
modernidad ha abierto el camino para la negación de la trascendencia y la
posmodernidad ha consumado el eclipse del sentido de Dios y del hombre en
muchísimos hombres y mujeres de nuestra generación, que conlleva una profunda crisis de identidad, en la que se da
una «disociación entre sexualidad y reproducción, entre afectividad y
sexualidad, entre fe y vida».
«En
el fondo –ha dicho san Juan Pablo II– hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos
mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad
el sentido del hombre, de sus derechos y deberes». Esta crisis deja al hombre
actual a la intemperie engañándolo y prometiéndole abundancia, cuando en
realidad lo que hace es empobrecerlo. Así, nuestras sociedades del mundo
desarrollado viven en su raíz más profunda la enfermedad del relativismo.
Ante
esta enfermedad, la Iglesia, como madre y maestra, nos habla de la riqueza del
verdadero amor y de la misericordia como elementos básicos para salir de esta
situación de crisis. Benedicto XVI, en Deus caritas est, se preguntaba: Se
puede amar de verdad a Dios, ¿Podemos de verdad amar al prójimo, a mi esposa, a
mis hijos, a mis amigos y próximos, a mis enemigos, con un amor incondicional?
Lo que Cristo nos revela es la unidad
del plan de Dios y del corazón del hombre, llamado a salir de
la soledad, verdad que subyace desde el principio en la narración del Génesis.
«Al principio los hizo Dios a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó»
(Gén 1, 27). Este pasaje se complementa con el de Gén 2, 24: «Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola
carne». Desde que el mundo existe nuestros amores nos remiten a otro amor más
grande, originario y perfecto. Solo nuestra dureza de corazón nos hace perder
el horizonte del don de sí que se nos manifiesta como revelación y regalo.
Esto
hace que en el corazón del hombre surja el clamor de una auténtica misericordia,
que se ha mostrado de forma real y actual en Cristo, que recorre el camino de
la vida junto a nosotros, como en Emaús. La misericordia no llega a nosotros
como un mensaje abstracto, sino personificada en Cristo, porque Él mismo es la
misericordia para cada uno de nosotros. El corazón de Cristo es un corazón
transido por la ternura, es un corazón de carne, que va a marcar en la historia
una nueva relación entre lo antiguo y lo nuevo que es Él, el paso de un corazón
de piedra a un corazón de carne, de un pueblo cuyo «corazón está lejos de mí»,
como dirá Isaías (Is 29, 13), a un «corazón nuevo» capaz de amar en un nuevo
pacto de fidelidad. Todo se juega en el corazón, «porque donde esté tu tesoro,
allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21).
Este
cambio del corazón lleva a ungir las heridas con el aceite de la misericordia.
«Si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los
que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2
Cor, 5, 14-15). El precio de su amistad –«vosotros sois mis amigos»– es lo que
nos desconcierta. No nos pide que escalemos ninguna cumbre inaccesible, sino
que nos acerquemos para aceptar su perdón. Es Otro el que me salva, dando su
vida, el que sube al monte de la misericordia, al monte de la cruz, no para dar
la misericordia, sino para hacerse pura misericordia. El mal ha sido aplastado
por la plenitud de Cristo. De su costado herido brotó sangre y agua, la sangre
que redime y el agua que nos purifica. Este «Dios de la consolación» (Rom 15,
4) nos ha enviado a Jesucristo como el primer consolador de los esposos
desolados, y a las familias rotas. La promesa de Cristo es verdadera y nos
devuelve la esperanza a la familia, que es el verdadero santuario de la vida,
donde esta puede ser preservada desde su concepción, acogida y protegida hasta
su madurez. Cada familia está llamada a ser pueblo de la vida y para la vida, a
trabajar a favor de la vida para renovar la sociedad.
La familia evangeliza cuando es hogar
de la misericordia
Cuando
la familia vive desde ese amor que ha recibido y cuando hace de su hogar un
lugar privilegiado para la misericordia se transforma en un don de Dios Amor.
Se muestra, de este modo, ante el mundo como un verdadero nido de amor, casa de
acogida, misericordia, escuela de madurez humana y lugar propicio para cultivar
las virtudes cristianas en los hijos. Solo desde esta misericordia de Dios el
hombre puede vivir. Él nunca se cansa de abrir la puerta de su Corazón para
repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida.
«El
papa, desde el principio de su ministerio petrino, nos ha invitado a transitar
por caminos de misericordia, él que precisamente había elegido como lema del
ministerio episcopal “Miserando atque eligendo”, inspirado en el pasaje
evangélico de la vocación de Mateo (Mt 9, 9-13). En la exhortación programática
Evangelii gaudium escribió: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la
misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado,
perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114).
Ahora recuerda el dinamismo evangélico en el campo del matrimonio y la familia,
ámbito fundamental de la acción pastoral de la Iglesia. El Evangelio brilla
especialmente en las situaciones dolorosas que padecen tantas personas».
La
Virgen María nos enseña también esta misericordia de Dios. El entonces cardenal
Bergoglio decía en una sus homilías: «En la mirada de la Virgen tenemos un
regalo permanente. Es el regalo de la misericordia de Dios, que la miró
pequeñita, y la hizo su Madre (…). La mirada de la Virgen nos enseña a mirar a
los que naturalmente miramos menos, y que más necesitan: a los desamparados,
los que están solos, los enfermos, los que no tienen con qué vivir, los chicos
de la calle, los que no conocen a Jesús».
Este
Año Jubilar de la Misericordia se convierte para toda la Iglesia en un gran eco
de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de
perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Que nunca nos cansemos de ofrecer misericordia
y seamos siempre pacientes en el confortar y perdonar. Que cada familia, como
Iglesia doméstica, se haga voz de cada hombre y mujer y sea un hogar donde
sanar las heridas del corazón. Así, la familia se convertirá en un gran
gimnasio de entrenamiento para el don y el perdón recíproco, sin el cual ningún
amor puede durar mucho.
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