«Llamados a anunciar las proezas del Señor» (cf 1 P 2, 9).
Cuando el Señor actúa, realiza proezas.
Apenas hubo creado el universo, vio que era «bueno y bello», y el hombre y la
mujer le parecieron «muy bellos» (cf. Gn 1, 31). Pero su última obra supera a
todas, es la que realiza Jesús: con su muerte y resurrección ha creado un mundo
nuevo y un pueblo nuevo. Un pueblo al cual Jesús le ha dado la vida del cielo,
una fraternidad auténtica con la acogida recíproca, el compartir, el don de uno
mismo. La carta de Pedro hace que los primeros cristianos sean conscientes de
que el amor de Dios los ha convertido en «un linaje elegido, un sacerdocio
real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1 P 2, 9-10).
Si también nosotros, como los primeros
cristianos, tomásemos conciencia realmente de lo que somos, de lo mucho que la
misericordia de Dios ha obrado en nosotros, entre nosotros y en tomo a
nosotros, nos quedaríamos atónitos, no podríamos contener la alegría y
sentiríamos la necesidad de compartirla con los demás, de «anunciar las proezas del Señor».
Pero es difícil, casi imposible, testimoniar
de modo eficaz la belleza de la nueva «socialidad» a la que Jesús ha dado vida
si permanecemos aislados unos de otros. Por eso es normal que la invitación de
Pedro vaya dirigida a todo el pueblo. No podemos mostramos pendencieros y
sectarios, o simplemente indiferentes unos con otros, y luego proclamar: «El
Señor ha creado un pueblo nuevo, nos ha liberado del egoísmo, de odios y
rencores, nos ha dado como ley el amor recíproco, que hace de nosotros un
corazón solo y un alma sola...». En nuestro pueblo cristiano claro que hay
diferencias en el modo de pensar, en las tradiciones y culturas, pero estas
diversidades hemos de acogerlas con respeto, reconociendo la belleza de esta
gran variedad, conscientes de que la unidad no es uniformidad.
Es el camino que recorreremos durante la
«Semana de oración por la unidad de los cristianos» -que en el hemisferio norte
se celebra del 18 al 25 de enero- y durante todo el año. La Palabra de vida nos
invita a tratar de conocemos mejor entre los cristianos de Iglesias y
comunidades diversas, a narrar mutuamente las proezas del Señor. Entonces
podremos «anunciar» de manera creíble dichas obras, testimoniando que estamos
unidos entre nosotros precisamente en esta diversidad y que nos sostenemos de
modo concreto unos a otros.
Chiara Lubich alentó con fuerza este camino:
«El amor es la fuerza más potente del mundo: desencadena la revolución pacífica
cristiana en torno a quien lo vive, de modo que los cristianos de hoy pueden
repetir aquello que decían los primeros cristianos hace tantos siglos:
"Somos de ayer y ya llenamos el orbe”. [...] ¡El amor! ¡Cuánta necesidad
de amor en el mundo! ¡Y en los que somos cristianos! Todos nosotros juntos, de
distintas Iglesias, somos más de mil millones. O sea, muchos, y deberíamos ser
bien visibles. Pero estamos tan divididos, que muchos no nos ven ni ven a Jesús
a través de nosotros. Él dijo que el mundo nos reconocería como suyos y, a
través de nosotros, lo reconocería a Él por el amor recíproco, por la unidad:
"En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a
otros" (Jn 13, 35). [...] De este modo, el tiempo presente reclama de cada
uno de nosotros amor, reclama unidad, comunión, solidaridad. Y llama también a
las Iglesias a recomponer la unidad rota desde hace siglos».
Fabio Ciardi
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