fuente: radiovaticana.
El Jubileo de los Catequistas tuvo su
broche final con la misa celebrada por el Papa Francisco en la Plaza de San
Pedro el último domingo de septiembre, después de tres días de actividades y
encuentros en la capital italiana. Francisco reflexionó en su homilía sobre la
importancia de anunciar “lo esencial de la fe” que es “que Jesús está vivo y
está a nuestro lado”, y de cómo se debe llevar a cabo esta proclamación: “A
Dios-Amor se le anuncia amando (…) No se anuncia bien a Jesús cuando se está
triste; tampoco haciendo sólo bonitos sermones”.
Profundizando en el Evangelio del día y en la
parábola del hombre rico que ignora a Lázaro -un pobre que «estaba echado a su
puerta» (Lc 16,20)- el Papa Francisco explicó que en realidad el rico tiene una
enfermedad muy grave que es la ceguera porque “no es capaz de ver más allá de
su mundo, no le importa lo que sucede fuera”. Es un contraste entre una
vida de opulencia con continuas necesidades y derechos, y la pobreza de Lázaro
que se manifiesta con gran dignidad. “Es una valiosa lección: como servidores
de la palabra de Jesús, estamos llamados a no hacer alarde de apariencia y a no
buscar la gloria; ni tampoco podemos estar tristes y disgustados”.
Y en este sentido el Obispo de Roma recordó
que “no somos profetas de desgracias”, sino “portadores de alegría”. “El Señor
nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que vemos, estamos llamados a
inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y ayudar, sin delegar siempre en
otros o decir: «Te ayudaré mañana». El tiempo para ayudar es tiempo regalado a
Jesús, es amor que permanece: es nuestro tesoro en el cielo, que nos ganamos
aquí en la tierra”.
Homilía del Papa:
El Apóstol Pablo, en la segunda lectura,
dirige a Timoteo, y también a nosotros, algunas recomendaciones muy importantes
para él. Entre otras, pide que se guarde «el mandamiento sin mancha ni
reproche» (1 Tm 6,14). Habla
sencillamente de un mandamiento. Parece que quiere que fijemos nuestros
ojos fijos en lo que es esencial para la fe. San Pablo, en efecto, no recomienda una gran cantidad de puntos y
aspectos, sino que subraya el centro de la fe. Este centro, alrededor del
cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer
anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida
por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días. Nunca
debemos olvidarlo. En este Jubileo de los catequistas, se nos pide
que no dejemos de poner por encima de todo el anuncio principal de la fe: el
Señor ha resucitado. No hay un contenido más importante, nada es más sólido y
actual. Cada aspecto de la fe es hermoso si permanece unido a este centro, si
está permeado por el anuncio pascual. Si se le aísla, pierde sentido y fuerza.
Estamos llamados a vivir y a anunciar la novedad del amor del Señor: «Jesús te
ama de verdad, tal y como eres. Déjale entrar: a pesar de las decepciones y
heridas de la vida, dale la posibilidad de amarte. No te defraudará».
El mandamiento del que habla san Pablo nos
lleva a pensar también en el mandamiento nuevo de Jesús: «Que os améis unos a
otros como yo os he amado» (Jn 15,12). A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de
convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a
alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia
encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El
Señor no es una idea, sino una persona viva: su mensaje llega a través del
testimonio sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con la alegría que se
difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está triste; tampoco se transmite
la belleza de Dios haciendo sólo bonitos sermones. Al Dios de la esperanza se le anuncia
viviendo hoy el Evangelio de la caridad, sin miedo a dar testimonio de él
incluso con nuevas formas de anuncio.
El Evangelio de este domingo nos ayuda a
entender qué significa amar, sobre todo a evitar algunos peligros. En la
parábola se habla de un hombre rico que no se fija en Lázaro, un pobre que
«estaba echado a su puerta» (Lc 16,20). El rico, en verdad, no hace daño a
nadie, no se dice que sea malo. Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la
de Lázaro, que estaba «cubierto de llagas» (ibíd.): este rico sufre una fuerte ceguera, porque no es capaz de ver más
allá de su mundo, hecho de banquetes y ricos vestidos. No ve más allá de la
puerta de su casa, donde yace Lázaro, porque no le importa lo que sucede fuera.
No ve con los ojos porque no siente con el corazón. En su corazón ha entrado la
mundanidad que adormece el alma. La mundanidad es como un «agujero negro» que
engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora todo en el propio yo.
Entonces se ve sólo la apariencia y no se fija en los demás, porque se vuelve
indiferente a todo. Quien sufre esta grave ceguera adopta con frecuencia un comportamiento
«estrábico»: mira con deferencia a las personas famosas, de alto nivel,
admiradas por el mundo, y aparta la vista de tantos Lázaros de ahora, de los
pobres y los que sufren, que son los predilectos del Señor.
Pero el
Señor mira a los que el mundo abandona y descarta. Lázaro es el único personaje
de las parábolas de Jesús al que se le llama por su nombre. Su nombre significa «Dios ayuda». Dios no lo
olvida, lo acogerá en el banquete de su Reino, junto con Abraham, en una
profunda comunión de afectos. El hombre rico, en cambio, no tiene siquiera un
nombre en la parábola; su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no construye la historia. ¡Y un cristiano tiene que hacer historia!
Tiene que salir de sí mismo, ¡para hacer historia! Quien vive para
sí mismo no hace la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos
infranqueables para siempre. Y nosotros hemos caído en este momento, en esta
enfermedad de la indiferencia, del egoísmo de la mundanidad.
En la parábola vemos otro aspecto, un contraste.
La vida de este hombre sin nombre se describe como opulenta y presuntuosa: es
una continua reivindicación de necesidades y derechos. Incluso después de la
muerte insiste para que lo ayuden y pretende su interés. La pobreza de Lázaro,
sin embargo, se manifiesta con gran dignidad: de su boca no salen lamentos,
protestas o palabras despectivas. Es una valiosa lección: como servidores de la
palabra de Jesús, estamos llamados a no hacer alarde de apariencia y a no
buscar la gloria; ni tampoco podemos estar tristes y disgustados. No somos profetas de desgracias que se
complacen en denunciar peligros o extravíos; no somos personas que se atrincheran en su ambiente, lanzando
juicios amargos contra la sociedad, la Iglesia, contra todo y todos,
contaminando el mundo de negatividad. El escepticismo quejoso no es propio de
quien tiene familiaridad con la Palabra de Dios.
El
que proclama la esperanza de Jesús es portador de alegría y sabe ver más lejos,
tiene horizontes, no un muro que lo cierra;
ve lejos porque sabe mirar más allá del mal y de los problemas. Al mismo
tiempo, ve bien de cerca, pues está atento al prójimo y a sus necesidades. El
Señor nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que vemos, estamos llamados a
inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y ayudar, sin delegar siempre en
otros o decir: «Te ayudaré mañana, hoy no tengo tiempo, te ayudaré mañana». Y
esto es una pena. El tiempo para ayudar a los demás es tiempo regalado a
Jesús, es amor que permanece: es nuestro tesoro en el cielo, que nos ganamos
aquí en la tierra.
En conclusión, queridos catequistas y
queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda la gracia de vernos
renovados cada día por la alegría del primer anuncio: Jesús nos ama
personalmente. Que nos dé la fuerza para vivir y anunciar el mandamiento del
amor, superando la ceguera de la apariencia y las tristezas del mundo. Que nos
vuelva sensibles a los pobres, que no son un apéndice del Evangelio, sino una
página central, siempre abierta ante todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario