INVITAR A DIOS A NUESTRA VIDA DE PAREJA.
Que imposibilidad sientes cuando quieres hablarle a alguien de Dios, en una cultura donde se ha hecho de Dios un concepto, una idea abstracta, algo que se conoce pero que no es vivencia; hace falta un don muy especial para explicarle a un ciego que es la luz si nunca la ha visto, aunque sepa de su existencia. Y más aún cuando nos toca vivir en una sociedad que ha desvirtuado el amor y lo ha reducido solo al sexo o como mucho a lo que es agradable y satisfactorio, con fecha de caducidad y posibilidad del volver al supermercado del amor y cambiarlo. Qué pena da cuando oyes decir “se nos acabó el amor”.
Y esta falta de experimentar el verdadero amor termina ahogando a muchas parejas, que dijeron su sí con la intención de que fuera eterno, pero terminan cansándose el uno del otro.
Porque no hay amor, por muy sincero que sea que pueda resistir los envites de lo cotidiano y el tiempo si en medio no está el que es el Amor.
Solo un amor paciente y servicial, un amor que no lleve cuenta del mal, que no se engría, que no juzgue, que todo lo soporte; solo un amor que se renueve cada día en Dios que es Amor y se hace don para nosotros, sólo un amor así es capaz de sostenerse, es un amor que no solo no se acaba, sino que crece cada día y en contra de los mensajes que nos llegan continuamente, es un amor que perdura, que es gratuito que no pide nada a cambio.
Realmente, por experiencia propia, es una garantía de ganancia invitar a Dios a hacer el santo viaje que es nuestra vida de pareja: “Bienaventurado el que encuentra en ti su fuerza y decide en su corazón el santo viaje” (SaI 83,6).
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