«En cambio el fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de
sí» (Ga 5, 22-23).
El apóstol Pablo escribe a
los cristianos de la región de Galacia, que habían recibido de él el anuncio
del Evangelio, pero ahora les recrimina que no han comprendido el sentido de la
libertad cristiana.
Para el pueblo de Israel,
la libertad es un don de Dios: Él lo sacó de la esclavitud en Egipto, lo
condujo hacia una nueva tierra y estipuló con él un pacto de fidelidad
recíproca.
Del mismo modo, Pablo
afirma con fuerza que la libertad cristiana es un don de Jesús, pues Él nos da
la posibilidad de convertimos, en Él y como Él, en hijos de Dios, que es Amor.
También nosotros, imitando al Padre como Jesús nos enseñó y mostró con su vida,
podemos aprender la misma actitud de misericordia para con todos, poniéndonos
al servicio de los demás.
Para Pablo, este aparente
sinsentido de la «libertad de servir» se resuelve por el don del Espíritu que
Jesús hizo a la humanidad con su muerte en la cruz.
En efecto, el Espíritu es
el que nos da la fuerza de salir de la prisión de nuestro egoísmo --con su
lastre de división, injusticia, traición y violencia- y nos guía hacia la
verdadera libertad.
«En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí».
La libertad cristiana,
además de ser un regalo, es también un compromiso. En primer lugar, el
compromiso de acoger al Espíritu en nuestro corazón, haciéndole sitio y
reconociendo su voz en nosotros.
Escribía Chiara Lubich: «[...]
Ante todo debemos ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu
Santo en nosotros; llevamos en lo más íntimo un tesoro inmenso, pero no nos
damos cuenta de ello suficientemente. [...] Además, a fin de poder oír y seguir
su voz, hemos de decir no [...] a las tentaciones, atajando de raíz sus
insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha encomendado; sí al amor a todos
los prójimos; sí a las pruebas y a las dificultades que nos salen al paso... Si
lo hacemos, el Espíritu Santo nos guiará y dará a nuestra vida cristiana ese
sabor, ese vigor, esa garra, esa luminosidad que no puede tener si no es
auténtica. De ese modo, también quienes están cerca se darán cuenta de que no
solo somos hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios».
Pues el Espíritu nos llama
a apartar nuestro yo del centro de nuestras preocupaciones, para acoger,
escuchar y compartir los bienes materiales y espirituales, perdonar o preocupamos
de todo tipo de personas en las distintas situaciones que vivimos cada día.
Y esta actitud nos permite
experimentar el fruto característico del Espíritu: el progreso de nuestra
humanidad hacia la verdadera libertad, pues pone de manifiesto y hace que
florezcan en nosotros capacidades y recursos que quedarían para siempre
sepultadas y desconocidas si vivimos replegados en nosotros mismos.
Cada acción nuestra es,
pues, una ocasión inexcusable para decir no a la esclavitud del egoísmo y sí a
la libertad del amor.
«En
cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí».
Quien acoge de corazón la
acción del Espíritu contribuye además a construir relaciones humanas positivas
por medio de todas sus actividades cotidianas, tanto familiares como sociales.
Carlo Colombino es
empresario, marido y padre, y tiene una empresa en el norte de Italia.
Una cuarta parte de sus
sesenta empleados no son italianos, y algunos de ellos arrastran experiencias
dramáticas. Al periodista que lo entrevista, le cuenta: «También el puesto de
trabajo puede y debe favorecer la integración. Me dedico a actividades de
extracción, de reciclado de material de construcción, y tengo responsabilidades
con el entorno, con el territorio donde vivo. Hace unos años la crisis golpeó
duramente: ¿salvamos la empresa, o a las personas? Trasladamos a varias
personas, hablamos con ellas, buscamos la solución menos dolorosa, pero fue
dramático, como para no dormir por las noches. Este trabajo podía hacerlo mejor
o peor, y procuré hacerlo lo mejor posible. Aposté por el contagio positivo de
ideas. Una empresa que solo piensa en la facturación, en los números, tiene un
futuro de cortas miras: en el centro de toda actividad está el ser humano. Soy
creyente y estoy convencido de que una síntesis entre empresa y solidaridad no
es una utopía».
Activemos, pues, con
valentía nuestra llamada personal a la libertad en el lugar donde vivimos y
trabajamos.
Así permitiremos que el
Espíritu alcance y renueve también la vida de muchas otras personas a nuestro
alrededor, impulsando la historia hacia horizontes de «alegría, paz, paciencia,
afabilidad...»,
LETIZIA MAGRI
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