«Con amor eterno te he amado: por eso he
reservado gracia para ti» (Jr 31,3)
El profeta Jeremías es
enviado por Dios al pueblo de Israel, que está viviendo una dolorosa
experiencia de exilio en tierra babilónica y ha perdido todo lo que había
representado su identidad y su elección: la tierra, el templo, la ley...
Sin embargo, la palabra del
profeta desgarra este velo de dolor y turbación. Es cierto: al entregarse a la
destrucción, Israel se ha demostrado infiel al pacto de amor con Dios. Pero he
aquí el anuncio de una nueva promesa de libertad, de salvación, de renovada
alianza, que Dios, con su amor eterno y nunca revocado, prepara para su pueblo.
«Con
amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti».
La dimensión eterna e
irrevocable de la fidelidad de Dios es una cualidad de su amor: Él es el Padre
de toda criatura humana, un Padre que toma la iniciativa en el amor y que se
compromete para siempre. Su fidelidad alcanza a cada uno de nosotros y nos
permite arrojar en Él cualquier preocupación que pueda frenarnos. Gracias a
este Amor eterno y paciente podemos crecer y mejorar en la relación con Él y
con los demás.
Somos muy conscientes de
que no nos mantenemos firmes en nuestro compromiso, aunque sincero, de amar a
Dios y a los hermanos. Pero la fidelidad de Él para con nosotros es gratuita,
nos precede siempre, independientemente de nuestras «prestaciones». Con esta
gozosa certeza podemos liberarnos de nuestro horizonte limitado, ponernos cada
día de nuevo en camino y convertirnos también nosotros en testigos de esta
ternura «materna».
«Con
amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti».
Esta mirada de Dios sobre
la humanidad pone de manifiesto también un gran designio de fraternidad, que encontrará
en Jesús su pleno cumplimiento. Pues Él testimonió su confianza en el amor de
Dios con la palabra y sobre todo con el ejemplo de toda su vida.
Nos abrió el camino para
imitar al Padre en el amor a todos (cf. Mt 5, 43ss.) y nos desveló que la vocación
de todo hombre y mujer es contribuir a edificar relaciones de acogida y diálogo
en su entorno.
¿Cómo viviremos la Palabra
de vida de este mes?
Chiara Lubich invita a
tener un corazón de madre: «[…] Una madre acoge siempre, ayuda siempre, espera
siempre, lo cubre todo. […] De hecho el amor de una madre es muy parecido a la
caridad de Cristo, de la que habla el apóstol Pablo. Si tenemos el corazón de
una madre o, para ser más exactos, si nos proponemos tener el corazón de la
madre por excelencia, María, estaremos siempre dispuestos a amar a los demás en
todas las circunstancias y, por tanto, a mantener vivo en nosotros al
Resucitado. […] Si tenemos el corazón de esta Madre, amaremos a todos: no solo
a los miembros de nuestra Iglesia, sino también a los de las demás; no solo a
los cristianos, sino también a los musulmanes, a los budistas, a los hindúes,
etc.; también a los hombres de buena voluntad y a todo hombre que habita la
tierra […]».
«Con
amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti».
Esto cuenta una joven
esposa que comenzó a vivir el Evangelio en la familia: «Sentía una alegría que
nunca antes había experimentado y el deseo de derramar este amor más allá de
las cuatro paredes de casa. Recuerdo por ejemplo que corrí al hospital para
acompañar a la mujer de un compañero de trabajo que había intentado suicidarse.
Conocía desde hacía tiempo sus dificultades, pero, absorta en mis problemas, no
me había preocupado de ayudarla. Ahora sí hice mío su dolor, y no me quedé
tranquila mientras no se resolvió la situación que la había empujado a dar ese
paso. Este episodio marcó para mí el inicio de un cambio de mentalidad. Me hizo
comprender que, si amo, puedo ser para cada uno que pasa a mi lado un reflejo
-aunque sea pequeñísimo- del mismo amor de Dios».
Y ¿qué pasaría si también
nosotros, sostenidos por el amor fiel de Dios, nos pusiésemos libremente en
esta actitud interior ante todos aquellos con quienes nos encontremos durante
el día?
LETIZIA MAGRI
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