«Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él
conmigo»
(Ap 3, 20).
¿Cuántas
veces oímos llamar a nuestra puerta? Puede ser el cartero, el vecino o un amigo
de nuestro hijo, pero también un desconocido… ¿Qué querrá? ¿Será prudente abrir
y dejar entrar en casa a alguien que no conocemos bien?
Esta
Palabra de Dios, sacada del libro del Apocalipsis, nos invita a acoger a un
huésped inesperado.
El autor de
este libro tan instructivo para los cristianos habla aquí a la antigua Iglesia
de Laodicea en nombre del Señor Jesús, muerto y resucitado por amor a toda
criatura humana.
Habla con
la autoridad que emana de este amor; alaba, corrige, invita a acoger la ayuda
potente que el Señor mismo se prepara a ofrecer a esta comunidad de creyentes, siempre
que estén disponibles a reconocer su voz y «abrirle la puerta».
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él
conmigo».
Hoy como
entonces, se invita a toda la comunidad cristiana a superar miedos, divisiones y
falsas certezas para acoger la venida de Jesús. Él se presenta cada día con
distintos «atuendos»: los sufrimientos cotidianos, las dificultades que implica
el ser coherente, los retos que nos plantean las opciones importantes de la
vida, pero sobre todo el rostro del hermano o de la hermana que se cruzan en
nuestro camino.
Es también
una invitación personal a «pararnos» con Jesús en un rato de intimidad, como
con un amigo, en el silencio del atardecer, sentados a la misma mesa: el
momento más propicio para un diálogo que requiere escucha y apertura. Acallar
los ruidos es la condición para reconocer y oír su voz, su Espíritu, el único
capaz de desbloquear nuestros miedos y hacer que abramos la puerta del corazón.
Chiara
Lubich cuenta una experiencia suya: «Hay que hacer que todo calle en nosotros
para descubrir en nuestro interior la Voz del Espíritu. Y hay que extraer esta
Voz como se saca un diamante del fango: pulirla, exponerla y ofrecerla en el
momento oportuno, porque es amor, y el amor hay que darlo: es como el fuego
que, en contacto con paja y otras cosas, arde; de lo contrario se apaga. El
amor debe crecer en nosotros y propagarse».
Dice el
papa Francisco: «El Espíritu Santo es un don. […] Entra en nosotros y hace
fructificar para que podamos darlo a los demás. […] Es propio del Espíritu
Santo, por tanto, descentrarse de nuestro yo para abrirse al “nosotros” de la
comunidad: recibir para dar. No estamos nosotros en el centro: nosotros somos
un instrumento de ese don para los demás».
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él
conmigo».
Por el amor
recíproco propio del Evangelio, los cristianos, como Él y con Él, pueden ser
testigos, también en nuestros días, de esta presencia de Dios en los avatares
de la historia.
En pleno
flujo migratorio en zonas fronterizas, hay quienes oyen llamar a su puerta.
Delia nos cuenta: «Un caluroso domingo por la tarde vi sentadas en la acera
delante de mi bar a un grupo de madres con sus hijos llorando de hambre. Las
invité a entrar y les expliqué que iba a dar de comer gratis a los niños. Las
madres sentían vergüenza porque no tenían dinero, pero insistí y aceptaron. Se
corrió la voz, y hoy se ha convertido en el bar de los migrantes, musulmanes en
su mayoría. Muchos me llaman «Mamá África». Mi clientela de antes se ha ido
perdiendo poco a poco, así que la zona dedicada a que jugasen los ancianos se
ha convertido en la sala de los niños, donde pueden pintar y jugar, con un
pequeño cambiador para mudar a los recién nacidos y aliviar un poco a las
madres; o también se transforma en clase para enseñar italiano. Lo mío no ha
sido una opción, sino la exigencia de no mirar para otro lado. Gracias a los
migrantes he conocido a muchas personas y asociaciones que me financian y me
ayudan a seguir adelante. Si me viese ahora en las mismas, volvería a hacerlo.
¡A mí lo que me importa es dar!».
Todos
estamos invitados a acoger al Señor que llama, para salir junto con Él al
encuentro de quienes tenemos cerca.
Será el
Señor mismo quien se abra paso en nuestra vida con su presencia.
LETIZIA MAGRI
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