Aula del Sínodo
Sábado 24 de octubre
de 2015
Queridas Beatitudes,
eminencias, excelencias,
Queridos hermanos y
hermanas:
Quisiera ante todo
agradecer al Señor que ha guiado nuestro camino sinodal en estos años con el
Espíritu Santo, que nunca deja a la Iglesia sin su apoyo.
Agradezco de corazón
al Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a Monseñor Fabio
Fabene, Subsecretario, y también al Relator, el Cardenal Peter Erdő, y al
Secretario especial, Monseñor Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a los
escritores, consultores, traductores y a todos los que han trabajado
incansablemente y con total dedicación a la Iglesia: gracias de corazón. Y
quisiera dar las gracias a la Comisión que ha redactado la Relación: algunos
han pasado la noche en blanco
Agradezco a todos ustedes,
queridos Padres Sinodales, delegados fraternos, auditores y auditoras,
asesores, párrocos y familias por su participación activa y fructuosa.
Doy las gracias
igualmente a los que han trabajado de manera anónima y en silencio,
contribuyendo generosamente a los trabajos de este Sínodo.
Les aseguro mi
plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de
gracia.
Mientras seguía los
trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia
concluir este Sínodo dedicado a la familia?
Ciertamente no
significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino que
ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de la
historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la esperanza
sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente no
significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las
dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han
puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado
atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.
Significa haber
instado a todos a comprender la importancia de la institución de la familia y
del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la
indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de la
vida humana.
Significa haber
escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la
Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus
hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las familias.
Significa haber dado
prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo de sacudir
las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo animadamente
y con franqueza sobre la familia.
Significa haber
tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los
ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de
los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social,
económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa haber dado
testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente
viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas
para lanzarlas contra los demás.
Significa haber
puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden
incluso detrás de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas
intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con
superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.
Significa haber
afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores
en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de
los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.
Significa haber intentado
abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de
perspectivas para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para
transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la
herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.
En el curso de este
Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por
desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado
sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza
«módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva
para refrescar los corazones resecos.
Y –más allá de las
cuestiones dogmáticas claramente definidas por el Magisterio de la Iglesia–
hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente,
puede resultar extraño, casi como un escándalo –¡casi!– para el obispo de otro
continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad, puede
ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de
conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En realidad, las
culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general –como he dicho,
las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia–, todo
principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado.
El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio
Vaticano II, habló de la inculturación como «una íntima transformación de los
auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y la
radicación del cristianismo en todas las culturas humanas».
La inculturación no
debilita los valores verdaderos, sino que muestra su verdadera fuerza y su
autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es más, trasforman pacíficamente y
gradualmente las diversas culturas.
Hemos visto, también
a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el desafío que tenemos ante
nosotros es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre de hoy,
defendiendo a la familia de todos los ataques ideológicos e individualistas.
Y, sin caer nunca en
el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar
plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa
nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los hombres se salven»
(1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto del Año
Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está llamada a vivir.
Queridos Hermanos:
La experiencia del
Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de
la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas,
sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su
perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las
fórmulas: son necesarias; la importancia de las leyes y de los mandamientos
divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según
nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según
la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc
11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc
15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar
más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf.
Mc 2,27).
En este sentido, el
arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido
más profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada por Cristo
en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos
salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas
(cf. Rm 5,6).
El primer deber de
la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia
de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la
salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).
El beato Pablo VI
decía con espléndidas palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o
alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de
devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación [...]. En Cristo, Dios se
revela infinitamente bueno [...]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es
–digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce,
inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en que nosotros
queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que
nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios».
También san Juan
Pablo II dijo que «la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y
proclama la misericordia [...] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de
la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».
Y el Papa Benedicto
XVI decía: «La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el
nombre mismo de Dios [...] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la
misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar
una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el
amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia
(cf. Jn 10,10)».
En este sentido, y
mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y discutido
sobre la familia, nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros
hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el verdadero
protagonista y artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra «familia»
no suena lo mismo que antes del Sínodo, hasta el punto que en ella encontramos
la síntesis de su vocación y el significado de todo el camino sinodal.
Para la Iglesia, en
realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos»
para llevar a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a
cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la
misericordia de Dios.
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