«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros». (Jn 13, 35).
Este es el distintivo, la característica
propia de los cristianos, el signo para reconocerlos. O al menos debería serlo,
porque así concibió Jesús a su comunidad.
Un escrito fascinante de los primeros siglos
del cristianismo, la Carta a Diogneto, declara que «los cristianos no se
distinguen de los demás hombres ni por la nación ni por la lengua ni por el
vestido. En ningún sitio habitan ciudades propias, ni se sirven de un idioma
diferente ni adoptan un género peculiar de vida». Son personas normales, como
todas las demás. Y sin embargo, poseen un secreto que les permite influir
profundamente en la sociedad y ser como su alma.
Es un secreto que Jesús entregó a sus
discípulos poco antes de morir. Como los antiguos sabios de Israel, como un
padre respecto a su hijo, también Él, Maestro de sabiduría, dejó como herencia
el arte del saber vivir y del vivir bien, que había aprendido directamente de
su Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15),
y era fruto de su experiencia en la relación con Él. Consiste en amarse unos a
otros. Esta es su última voluntad, su testamento, la vida del cielo que ha
traído a la tierra y que comparte con nosotros para que se convierta en nuestra
misma vida.
Y quiere que esta sea la identidad de sus
discípulos, que se los reconozca como tales por el amor recíproco:
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros».
¿Se reconoce a los discípulos de Jesús por su
amor recíproco? «La historia de la Iglesia es una historia de santidad»,
escribió Juan Pablo II. Y sin embargo, «hay también no pocos acontecimientos
que son un antitestimonio en relación con el cristianismo». Durante siglos, los
cristianos se han enfrentado en guerras interminables en el nombre de Jesús y
siguen estando divididos entre ellos. Hay personas que a día de hoy siguen
asociando a los cristianos con las Cruzadas y los tribunales de la Inquisición,
o los ven como defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos al
progreso de la ciencia.
No ocurría así con los primeros cristianos de
la comunidad naciente de Jerusalén. La gente sentía admiración por la comunión
de bienes que vivían, la unidad que reinaba entre ellos, la «alegría y
sencillez de corazón» que los caracterizaba (Hch 2, 46). «La gente se hacía
lenguas de ellos», seguimos leyendo en los Hechos de los Apóstoles, con la
consecuencia de que cada día «crecía el número tanto de hombres como de mujeres
que se adherían al Señor» (Hch 5, 13-14). El testimonio de vida de la comunidad
tenía una fuerte capacidad de atracción. ¿Por qué hoy no se nos conoce como
aquellos que se distinguen por el amor? ¿Qué hemos hecho con el mandamiento de
Jesús?
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros».
Tradicionalmente, el mes de octubre se dedica
en el ámbito católico a la «misión», a la reflexión sobre el mandato de Jesús
de ir a todo el mundo a anunciar el Evangelio, a la oración y al sostenimiento
de todos los que están en primera línea. Esta palabra de vida puede ayudar a
todos a esclarecer la dimensión fundamental de todo anuncio cristiano. No
consiste en imponer un credo, hacer proselitismo o ayudar de modo interesado a
los pobres para que se conviertan. Tampoco debe primar la defensa exigente de
valores morales ni el adoptar una postura ante las injusticias o las guerras,
aun cuando sean actitudes obligadas que el cristiano no puede eludir.
El anuncio cristiano es ante todo un
testimonio de vida que todo discípulo de Jesús debe ofrecer personalmente: «El
hombre contemporáneo prefiere escuchar a los que dan testimonio que a los que
enseñan». Incluso los que son hostiles a la Iglesia suelen sentirse conmovidos
por el ejemplo de quienes dedican su vida a los enfermos o a los pobres y están
dispuestos a dejar su patria para ir a lugares de frontera a ofrecer ayuda y
cercanía a los últimos.
Pero lo que Jesús pide sobre todo es el
testimonio de toda una comunidad que muestre la verdad del Evangelio. Esta debe
mostrar que la vida que Él trae puede generar realmente una sociedad nueva, en
la que se viven relaciones de auténtica fraternidad, de ayuda y servicio mutuo,
de atención coral a las personas más débiles y necesitadas.
La vida de la Iglesia ha conocido testimonios
así, como las reducciones para indígenas que los franciscanos y jesuitas
construyeron en Sudamérica, o los monasterios, con las aldeas que surgían
alrededor. También hoy, comunidades y movimientos eclesiales dan lugar a
ciudadelas de testimonio donde se pueden ver los signos de una sociedad nueva
fruto de la vida evangélica, del amor recíproco.
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros».
Sin apartarnos de los lugares en que vivimos
ni de las personas que nos rodean, si vivimos entre nosotros esa unidad por la
que Jesús dio la vida, podremos crear un modo de vivir alternativo y sembrar en
tomo a nosotros brotes de esperanza y de vida nueva. Una familia que renueva
cada día su voluntad de vivir de modo concreto en el amor recíproco puede
convertirse en rayo de luz en medio de la indiferencia de su vecindad. Una
«célula local», o sea, dos o más personas que se asocian para practicar con
radicalidad las exigencias del Evangelio en su entorno de trabajo, en clase, en
la sede sindical, en la administración o en una cárcel, podrá desbaratar la
lógica de la lucha por el poder, crear un ambiente de colaboración y favorecer
que nazca una fraternidad inesperada.
¿No actuaban así los primeros cristianos de
tiempos del Imperio romano? ¿No es así como difundieron la novedad
transformante del cristianismo? Nosotros somos hoy los «primeros cristianos»,
llamados como ellos a perdonarnos, a vernos siempre nuevos, a ayudarnos; en una
palabra, a amarnos con la misma intensidad con que Jesús amó, seguros de que su
presencia en medio de nosotros tiene la fuerza de arrastrar también a los demás
a esta lógica divina del amor.
Fabio Ciardi
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