Catequesis del Papa Francisco
sobre el perdón recíproco y el amor duradero
FUENTE ACIPRENSA.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Asamblea
del Sínodo de los Obispos que ha concluido hace poco, ha reflexionado a fondo
sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la
sociedad contemporánea. Ha sido un evento de gracia. Al finalizar los Padres
sinodales me han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que este
texto fuera publicado, para que todos fueran partícipes del trabajo que nos ha
visto empeñados juntos por dos años. No es este el momento de examinar tales
conclusiones, sobre las cuales yo mismo debo meditar.
Mientras
tanto, pero, la vida no se detiene, en particular la vida de las familias ¡no
se detiene! Ustedes, queridas familias, están siempre en camino. Y
continuamente escriben en las páginas de la vida concreta la belleza del
Evangelio de la familia. En un modo que a veces se convierte en árido de vida y
de amor, ustedes cada día hablan del gran don que son el matrimonio y la
familia.
Hoy quisiera
subrayar este aspecto: que la familia es un gran gimnasio para entrenar al don
y al perdón recíproco, la familia es un gran gimnasio para entrenar al don y al
perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar a largo, sin donarse, sin
perdonarse, el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos ha
enseñado –el Padre Nuestro- Jesús nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y al final
comenta: «Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo
también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el
Padre los perdonará a ustedes» (Mt 6,12.14-15). No se puede vivir sin
perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia. Cada
día nos faltamos al respeto el uno al otro. Debemos poner en consideración
estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos
pide es sanar inmediatamente las heridas que nos hacemos, retejer
inmediatamente los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado,
todo se transforma en más difícil. Y hay un secreto simple para sanar las
heridas y para disolver las acusaciones, es este: no dejar que termine el día
sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y la mujer, entre padres e
hijos, entre hermanos y hermanas… ¡entre nuera y suegra! Si aprendemos a pedirnos
inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, sanan las heridas, el
matrimonio se robustece, y la familia se transforma en una casa más sólida, que
resiste a los choques de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y para esto no
es necesario hacer un gran discurso, sino que es suficiente una caricia, una
caricia y ha terminado todo y se recomienza, pero no terminar el día en guerra
¿entienden?
Si
aprendemos a vivir así en familia, lo hacemos también fuera, en todas partes
que nos encontramos. Es fácil ser escépticos sobre esto. Muchos -también entre
los cristianos- piensan que sea una exageración. Se dice: si, son bellas
palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero gracias a Dios no es
así. De hecho es precisamente recibiendo el perdón de Dios que, a su vez, somos
capaces de perdonar a los otros. Por esto Jesús nos hace repetir estas palabras
cada vez que rezamos la oración del Padre Nuestro, es decir cada día. Es
indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares, como la familia,
donde se aprenda a perdonar los unos a otros.
El
Sínodo ha revivido nuestra esperanza también en esto: forma parte de la
vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse.
La práctica del perdón no solo salva las familias de la división, sino que las
hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos malvada y menos cruel. Si,
cada gesto de perdón repara la casa de las grietas y refuerza sus muros. La
Iglesia, queridas familias, está siempre a su lado para ayudarlos a construir
su casa sobre la roca que ha hablado Jesús. Y no olvidemos estas palabras que
preceden inmediatamente la parábola de la casa: «No son los que me dicen:
“Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que
cumplen la voluntad de mi Padre». Y agrega: «Muchos me dirán en aquel día:
“Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los
demonios en tu Nombre?” Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí»
(cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, no hay duda, que tiene por
objetivo sacudirnos y llamarnos a la conversión.
Les aseguro,
queridas familias cristianas, que si serán capaces de caminar siempre más
decididamente sobre el camino de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando
a perdonarse recíprocamente, en toda la grande familia de la Iglesia crecerá la
capacidad de dar testimonio a la fuerza renovadora del perdón de Dios.
Diversamente, haremos predicas también bellas, y quizá expulsaremos también
cualquier demonio, pero al final el Señor ¡no nos reconocerá como sus
discípulos! Porque no hemos tenido la capacidad de perdonar y de hacernos
perdonar por los otros.
De verdad
las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también
por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la Misericordia las familias
redescubran el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las familias sean
siempre más capaces de vivir y de construir caminos concretos de
reconciliación, donde ninguno se sienta abandonado al peso de sus ofensas.
Con esta
intención, decimos juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como
también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Digámoslo juntos: “Padre
nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes
nos ofenden”. Gracias.
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