María no es fácilmente
comprendida por los hombres, aunque es muy amada. En un corazón alejado de
Dios es más fácil encontrar la devoción a ella que la devoción a Jesús.
Es amada universalmente. Y
el motivo es éste: que María es Madre. En general, a las madres no se las
«comprende» —especialmente los hijos pequeños—, sino que se las ama. Y no es
raro, sino más bien muy frecuente, que incluso un hombre de ochenta años muera
pronunciando en último lugar la palabra «madre».
La madre es más objeto de
intuición del corazón que de especulación del entendimiento; es más poesía
que filosofía, porque es demasiado real y profunda, y cercana al corazón
humano.
Lo mismo sucede con María, la
Madre de las madres, a la que la suma de todos los afectos, las bondades y
las misericordias de las madres del mundo no son capaces de igualar.
Jesús, en cierto sentido, está
frente a nosotros. Sus divinas y espléndidas palabras son demasiado
distintas de las nuestras como para confundirse con ellas.
María es pacífica como la
naturaleza, pura, serena, tersa, templada, bella; esa naturaleza alejada del
trajín del mundo, como en la montaña, en el campo, en el mar, en el cielo azul
o estrellado. Y es fuerte, vigorosa, ordenada, continua, inflexible, rica
de esperanza, porque en la naturaleza está la vida que aflora perennemente
beneficiosa, engalanada con la etérea belleza de las flores, caritativa en la
rica abundancia de los frutos. María es demasiado sencilla y está demasiado
cerca de nosotros como para ser «contemplada».
Ella es «ensalzada» por
corazones puros y enamorados que expresan así lo mejor que hay en ellos.
Trae lo divino a la tierra, suavemente, como un celestial plano inclinado que
desciende desde la inmensa altura de los Cielos a la infinita pequeñez de las
criaturas. Es la Madre de todos y de cada uno, la única que sabe balbucear y
sonreír a su niño de tal manera que cualquiera, por pequeño que sea, puede
gozar de esas caricias y responder con su amor a ese amor.
No se comprende a María porque
está demasiado cerca de nosotros. Destinada por el Padre Eterno a traer a
los hombres las gracias, divinas joyas del Hijo, está junto a nosotros y
espera, siempre paciente, que advirtamos su mirada y aceptemos su don. Y si
alguien, para su dicha, la comprende, ella lo transporta a su Reino de paz,
donde Jesús es rey y el Espíritu Santo es el aliento de ese Cielo.
Desde allí, purificados de
nuestras escorias e iluminados en nuestra oscuridad, la contemplaremos y
gozaremos de ella, como un paraíso añadido, como un paraíso aparte.
Merezcamos desde aquí que nos
llame por «su camino», no para continuar siendo pequeños en el espíritu,
con un amor que es sólo súplica, imploración, petición e interés, sino para
que, conociéndola un poco, podamos glorificarla.
Chiara
Lubich
“María, transparencia de Dios”, Ciudad Nueva, Madrid 2003
“María, transparencia de Dios”, Ciudad Nueva, Madrid 2003
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