PRIMER DON, EL DON DE LA
SABIDURIA (09.04.14).
Queridos
hermanos y hermanas: ¡Buenos días!
Iniciamos
hoy un ciclo de catequesis sobre los dones del Espíritu Santo. Como
sabéis, el Espíritu Santo constituye el alma, la savia vital de la Iglesia y de
cada cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón su morada y
entra en comunión con nosotros. El Espíritu Santo está siempre con nosotros;
siempre está en nosotros, en nuestro corazón.
El Espíritu
mismo es «el don de Dios» por excelencia (cf. Jn 4, 10): es un regalo de Dios,
y a su vez comunica a quien lo acoge varios dones espirituales. De ellos la
Iglesia enumera siete, número que simbólicamente significa plenitud, integridad;
son los que uno aprende cuando se prepara para el sacramento de la
confirmación y los que invocamos en la antigua oración
llamada Secuencia al Espíritu Santo. Los dones del Espíritu Santo
son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor
de Dios.
1. De acuerdo con esta lista, el
primer don del Espíritu Santo es, pues, la sabiduría. Pero no se trata,
simplemente, de la sabiduría humana, que es fruto del conocimiento y de la
experiencia. En la Biblia se narra que Salomón, en el momento de su coronación
como rey de Israel, había pedido el don de la sabiduría (cf. 1 Re 3, 9). Y la
sabiduría es precisamente esto: es la gracia de poder ver todas las cosas
con los ojos de Dios. Es sencillamente esto: ver el mundo, ver las situaciones,
las coyunturas, los problemas, todo, con los ojos de Dios. Esta es la
sabiduría. Algunas veces vemos las cosas a nuestro antojo o según la situación
de nuestro corazón, con amor o con odio, con envidia… No; este no es el ojo de
Dios. La sabiduría es lo que el Espíritu Santo hace en nosotros para que veamos
todas las cosas con los ojos de Dios. Y este es el don de la sabiduría.
2. Y, obviamente, esto se deriva
de la intimidad con Dios, de la relación íntima que mantenemos con Dios,
de nuestra relación de hijos con el Padre. Y el Espíritu Santo, cuando
mantenemos esta relación, nos da el don de la sabiduría. Cuando estamos en
comunión con el Señor, es como si el Espíritu Santo transfigurara nuestro
corazón y le permitiera percibir todo su calor y su predilección.
3. El Espíritu Santo hace, pues,
al cristiano «sabio», pero esto no en el sentido de que tenga una respuesta
para todo, de que lo sepa todo, sino en el sentido de que «sabe» a Dios,
de que sabe cómo actúa Dios, de que conoce cuándo una cosa es de Dios y cuándo
no es de Dios; posee esa sabiduría que Dios infunde en nuestros corazones. El
corazón del hombre sabio en este sentido tiene el gusto y el sabor de
Dios. ¡Y qué importante es que en nuestras comunidades haya cristianos así!
Todo en ellos habla de Dios y se convierte en signo hermoso y vivo de su
presencia y de su amor. Y esto es algo que no podemos improvisar, que no
podemos darnos nosotros mismos: es un don que Dios entrega a quienes se vuelven
dóciles al Espíritu Santo. Nosotros llevamos en nuestro interior, en nuestro
corazón, al Espíritu Santo; podemos escucharlo, podemos no escucharlo. Si
escuchamos al Espíritu Santo, él nos enseña este camino de la sabiduría, nos
regala la sabiduría, que es ver con los ojos de Dios, oír con los oídos de
Dios, amar con el corazón de Dios, juzgar las cosas con el juicio de Dios. Esta
es la sabiduría que nos regala el Espíritu Santo, y todos nosotros podemos
tenerla. Solo tenemos que pedírsela al Espíritu Santo.
Pensad en
una madre, en casa, con los niños, que cuando uno hace una cosa, al otro ya se
le ocurre otra, y la pobre madre va de un lado a otro, con los problemas de los
niños. Y cuando las madres se cansan y regañan a los niños, ¿eso es sabiduría?
Regañar a los niños –os pregunto– ¿es sabiduría? ¿Qué opináis vosotros? ¿Es
sabiduría o no? ¡No! En cambio, cuando una madre toma al niño y lo reprende con
dulzura y le dice: «Esto no se hace, por esto…», y se lo explica con mucha
paciencia, ¿esto es sabiduría de Dios? ¡Sí! ¡Es lo que nos da el Espíritu Santo
en la vida! También en el matrimonio, por ejemplo, los dos esposos –el esposo y
la esposa– discuten y después no se miran a la cara, o si se miran, lo hacen
con la cara larga: ¿esto es sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si dicen:
«Venga, ha pasado la tormenta, hagamos las paces» y vuelven a seguir adelante
en paz, ¿esto es sabiduría? [La gente: «¡Sí!»]. Pues este es el don de la
sabiduría. ¡Que venga a casa, que venga con los niños, que venga con todos
nosotros!
Y esto no se
aprende: esto es un regalo del Espíritu Santo. Por eso debemos pedir al Señor
que nos dé el Espíritu Santo y que nos dé el don de la sabiduría, de
esa sabiduría de Dios que nos enseña a mirar con los ojos de Dios, a
sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios. Y así, con
esta sabiduría, seguimos adelante, construimos la familia, construimos la
Iglesia y nos santificamos todos. Pidamos hoy la gracia de la sabiduría. Y
pidámosela a la Virgen, que es la Sede de la Sabiduría, la gracia de este don:
que ella nos otorgue esta gracia. ¡Gracias!
SEGUNDO DON, LA INTELIGENCIA (30.04.14).
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días! Después de haber analizado la sabiduría,
como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la
atención sobre el segundo don, la inteligencia. No se trata en este caso de
inteligencia humana, es decir de la capacidad intelectual de la que podamos
estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede
infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto
externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y
de su diseño de salvación.
El apóstol
Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos de
este don, ¿Qué hace este don del entendimiento en nosotros? Pablo dice esto:
"Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni entraron en el corazón del
hombre, Dios las ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos
las ha revelado por medio del Espíritu" (1 Cor 2, 9-10). Esto, obviamente
no significa que el cristiano pueda comprender cada cosa y tenga un
conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la espera de
manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y seamos
verdaderamente una cosa sola con Él. Pero, como sugiere la misma palabra, el
intelecto permite "intus legere", leer el interior. Este don nos hace
entender las cosas como las hace Dios, como las entiende Dios, con la
inteligencia de Dios. Uno puede entender una situación con la inteligencia
humana, con prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad
como lo hace Dios es el efecto de este don. Jesús quiso enviarnos el Espíritu
Santo para que tuviéramos este don, para que todos nosotros podamos entender
las cosas como Dios lo hace, con la inteligencia de Dios. Es un buen regalo el
que Dios nos ha hecho a todos nosotros. Es el don con el que el Espíritu santo
nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del diseño de amor
que Él tiene para nosotros.
Está claro
que el don del entendimiento está estrechamente conectado con la fe. Cuando el
Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace
crecer día a día en la comprensión de lo que el Señor nos ha dicho y ha
realizado. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: "Os enviaré el Espíritu
Santo y Él os hará entender lo que yo os he enseñado" Entender las
enseñanzas de Jesús, entender la Palabra, el Evangelio, entender la Palabra de
Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si leemos el Evangelio
con este don del Espíritu Santo podemos entender con profundidad la Palabra de
Dios y esto es un gran don, un gran don que debemos pedir y pedir juntos: dános
Señor el don del entendimiento.
Hay un
episodio del evangelio de Lucas que expresa muy bien la profundidad y la fuerza
de este don. Tras haber asistido a la muerte en cruz y a la sepultura de Jesús,
dos de sus discípulos, desilusionados y afligidos, se van de Jerusalén y se
vuelven a su pueblo de nombre Emaús. Mientras están en camino, Jesús resucitado
se pone a su lado y empieza a hablar con ellos, pero sus ojos, velados por la
tristeza y la desesperación, no son capaces de reconocerlo. Jesús camina con
ellos, pero ellos están tan tristes y desesperados que no lo reconocen. Cuando
el Señor les explicas las Escrituras, para que comprendan que Él debía sufrir y
morir para después resucitar, sus mentes se abren y en sus corazones vuelve a
encenderse la esperanza (cfr Lc 24,13-27). Esto es precisamente lo que el
Espíritu Santo opera en nosotros, nos abre la mente, nos la abre para entender
mejor las cosas de Dios, las cosas humanas, las situaciones, todas las cosas.
Importante el don del intelecto para nuestra vida cristiana. Pidamos al Señor
que nos dé este don a todos nosotros, para entender, como Él lo hace, las cosas
que nos suceden y para entender sobre todo las palabras del Evangelio ¡Gracias!
TERCER DON, EL CONSEJO.
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buen
día! Hemos escuchado la lectura de esa estrofa del Libro de los Salmos,
que dice: ‘El Señor me aconseja, el Señor me habla internamente‘. Es
éste otro de los dones del Espíritu Santo, es el don del consejo.
Sabemos
cuánto es importante en los momentos más delicados poder contar con el consejo
de las personas sabias que nos quieren mucho. Ahora, a través del don del consejo, es
Dios mismo con su Espíritu que ilumina nuestro corazón, de manera que podamos
entender el modo justo de hablar, de comportarnos y el camino que debemos
seguir.
Pero, ¿cómo
actúa este don en nosotros? En el momento en que lo recibimos y hospedamos
en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza enseguida a volver sensible su
voz, y a orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras
intenciones de acuerdo con el corazón de Dios. Y al mismo tiempo nos lleva
siempre a poner más nuestra mirada interior en Jesús como modelo de
nuestro modo de actuar y relacionarse con Dios Padre y con los hermanos.
El
consejo es entonces el don con el cual el Espíritu Santo vuelve capaz a
nuestra conciencia de tomar una decisión concreta en comunión con Dios, según
la lógica de Jesús y de su evangelio. De este modo el Espíritu crece
interiormente, positivamente, en la comunidad. Y nos ayuda a no caer en el
yugo del egoísmo y en el modo de ver las cosas. Así el Espíritu nos
ayuda a crecer y también a vivir en comunidad.
La condición
esencial para conservar este don es la oración. Pero siempre volvemos a lo
mismo: la oración. Y es tan importante la oración, rezar; rezar las oraciones
que conocemos desde niños, pero también rezar con nuestras palabras, rezarle al
Señor: ¡ayúdame! ¿Señor qué debo hacer ahora? Y con la oración hacemos el
espacio para que el Espíritu venga y nos ayude en ese momento, y nos aconseje
sobre lo que nosotros debemos hacer.
La oración,
nunca olvidarse de la oración, nunca. Nadie se da cuenta cuando nosotros
rezamos en el autobús o en la calle, rezamos en silencio con el corazón,
aprovechemos estos momentos para rezar. Rezar para que el Espíritu nos de este
don del consejo.
En la
intimidad con Dios y en el don de su palabra, poco a poco dejamos de lado
nuestra lógica personal, dictada la mayoría de las veces por nuestro
encerrarnos, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones. Aprendamos en
cambio a pedirle al Señor ‘¿Cuál es tu deseo?’, pedirle consejo al Señor. Y
esto lo hacemos con la oración.
Y de esta
manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi natural con el Espíritu y
se experimenta cuanto sean verdaderas las palabras de Jesús reportadas en el
evangelio de Mateo: ‘No se preocupen de qué o que cosa dirán. porque les será
dado en esa hora lo que deberán decir. Porque de hecho no serán ustedes a
hablar, pero es el Espíritu del Padre vuestro que hablará en vosotros‘. Es el
Espíritu que nos aconseja, pero nosotros nosotros debemos darle espacio al
Espíritu para que nos aconseje. Dar espacio es rezar, rezar para que el venga y
nos ayude siempre.
Y como todos
los otros dones del Espíritu, el consejo constituye también un tesoro para
toda la comunidad cristiana. El Señor no nos habla solamente en la
intimidad del corazón, nos habla sí, pero no solamente allí, pero nos habla
también a través del consejo y testimonio de los hermanos. Es verdaderamente un
don grande poder encontrar a hombres y mujeres de fe que especialmente en los
momentos más complicados e importantes de nuestra vida nos ayuden a hacer luz
en nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor.
Me acuerdo
una vez que estaba en el confesionario, con una fila larga adelante, era en el
santuario de Luján, la diócesis de ese obispo que está allí. Estaba en la cola
un muchachón, todo moderno, con aros, tatuajes, y todo lo demás. Vino para
decirme lo que le pasaba, era un problema grande difícil, ¿y tú que harías?. Y
él me dijo: “Le he contado todo esto a mi madre y ella me dijo, ‘ve a lo de la
Virgen y ella te dirá lo que tienes que hacer‘. Estaba allí una mujer que tenía
el don del consejo. No sabía como salir del problema del hijo, pero le indicó
el camino justo. Ve a lo de la Virgen y ella te dirá. Este es el don del
consejo, dejar que el Espíritu hable. Y esa mujer humilde y simple le dio
a su hijo el consejo más verdadero, porque este muchacho me dijo: ‘Hablé con la
Virgen y Ella me dijo, tienes que hacer esto, esto y esto’. Y yo no tuve
necesidad de hablar. Todo lo hicieron la mamá, la Virgen, y el joven. Este es
el don del consejo. Y ustedes mamás, que tienen ese don, pidan este don para
sus hijos, el don de aconsejar a los hijos. Es un don de Dios
Queridos
amigos, el salmo que hemos oído nos invita a rezar con estas palabras: ‘Bendigo
al Señor que me ha dado consejo. También de noche mi ánimo me instruye, yo
pongo siempre delante de mi al Señor que está a mi derecha, no podré vacilar‘.
Que el
Espíritu pueda siempre infundir en nuestro corazón esta certeza y colmarnos así
de su consolación y de su paz. Pidan siempre el don del Consejo. Gracias.”
CUARTO DON, LA FORTALEZA (14.05.14).
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos
reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría,
entendimiento y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor, Él viene siempre
a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don
de la Fortaleza.
1. Hay una parábola que nos ayuda
a comprender la importancia de este don. Un sembrador va a sembrar; pero no
todas las semillas que siembra dan fruto. Las que terminan en el camino se las
comen las aves; las que caen en terreno pedregoso o entre espinas brotan, pero
pronto se secan por el sol o ahogadas por las espinas. Sólo las que caen en la
buena tierra crecen y dan fruto.
Como el
mismo Jesús cuenta a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que
difunde abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, a
menudo, choca con la aridez de nuestros corazones y, aun cuando viene recibida,
a menudo se mantiene estéril. Con el don de la Fortaleza, en cambio, el
Espíritu Santo libera la tierra de nuestro corazón, la libera del letargo, de
las incertidumbres y de todos los miedos que pueden detenerlo, de modo que la
Palabra del Señor sea puesta en práctica, de manera auténtica y alegre. Es una
verdadera ayuda este don de la Fortaleza, nos da fuerza, incluso nos libera de
tantos impedimentos.
2. Hay también momentos difíciles
y situaciones extremas en las cuales el don de la Fortaleza se manifiesta de
modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de aquellos que tienen que afrontar
experiencias particularmente duras y dolorosas, que perturban su vida y la de
sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de tantos hermanos
y hermanas que no han dudado en dar la propia vida, con tal de permanecer
fieles al Señor y a su Evangelio.
También hoy
no faltan cristianos que en tantas partes del mundo continúan celebrando y
testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad y resisten también
cuando saben que esto puede costar un precio muy alto. También nosotros, todos
nosotros conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, tantos dolores.
Pensemos en aquellos hombres y en aquellas mujeres que llevan una vida difícil,
luchan por llevar adelante la familia, educar a los hijos, pero esto lo hacen
porque está el Espíritu de la Fortaleza que los ayuda.
Cuántos,
cuántos hombres y mujeres, de los cuales no conocemos el nombre, honran nuestro
pueblo, honran nuestra iglesia porque son fuertes, fuertes en el llevar
adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Pero estos hermanos y hermanas
nuestros son santos, santos cotidianos, santos escondidos, en medio de
nosotros. Tienen precisamente el don de la Fortaleza para llevar adelante su
deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de
ciudadanos. Tenemos tantos, tantos.
¡Agradezcamos
al Señor por estos cristianos que tienen una santidad escondida, pero es el
Espíritu dentro que los lleva adelante! Y nos hará bien pensar en esta gente,
si ellos hacen esto, si ellos pueden hacerlo ¿por qué yo no? Y pedirle al Señor
que nos dé el don de la Fortaleza.
3. No se debe pensar que el don de
la Fortaleza sea necesario solamente en algunas ocasiones o situaciones
particulares. Este don debe constituir la característica esencial de nuestro
ser cristianos en la normalidad de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, en
todos los días de la vida cotidiana tenemos que ser fuertes, tenemos necesidad
de esta Fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra
fe.
Pablo, el
apóstol Pablo, ha dicho una frase que nos hará bien escuchar: “Yo lo puedo todo
en aquel que me conforta”. Cuando llega la vida ordinaria, cuando llegan las
dificultades, recordemos esto: “todo lo puedo todo en aquel que me conforta”.
El Señor da la fuerza, siempre, no falta. El Señor no nos prueba más de lo que
nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros, “todo lo puedo en aquel
que me conforta”.
Queridos
amigos, a veces podemos estar tentados de dejarnos vencer por la pereza o peor,
por el desaliento, sobre todo de frente a las fatigas y a las pruebas de la
vida. En estos casos, no perdamos el ánimo, invoquemos al Espíritu Santo para
que, con el don de la Fortaleza, pueda aliviar nuestro corazón y comunicar
nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.
Gracias.
QUINTO DON, LA CIENCIA (21.05.14).
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos
resaltar otro don del Espíritu Santo, el don de ciencia. Cuando se habla de
ciencia, el pensamiento va inmediatamente a la capacidad del hombre de conocer
siempre mejor la realidad que lo circunda y de descubrir las leyes que regulan
la naturaleza y el universo. Pero la ciencia que viene del Espíritu Santo no se
limita al conocimiento humano: es un don especial que nos lleva a percibir, a
través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con
cada criatura.
1. Cuando nuestros ojos son
iluminados por el Espíritu Santo, se abren a la contemplación de Dios, en la
belleza de la naturaleza y en la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a
descubrir cómo cada cosa nos habla de Él, cada cosa nos habla de su amor. ¡Todo
esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud! Es la
sensación que sentimos también cuando admiramos una obra de arte o cualquier
maravilla que sea fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: de frente a
todo esto, el Espíritu nos lleva a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro
corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de
Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.
2. En el primer capítulo del
Génesis, precisamente al inicio de toda la Biblia, se pone en evidencia que
Dios se complace de su creación, subrayando repetidamente la belleza y la
bondad de cada cosa. Al final de cada jornada, está escrito: "Dios vio que
era cosa buena" (1,12.18.21.25). Pero si Dios ve que la creación es una
cosa buena y una cosa bella, también nosotros tenemos que tener esta actitud:
de ver que la creación es cosa buena y bella. Y con el don de la ciencia, por
esta belleza, alabamos a Dios, agradecemos a Dios por habernos dado ¡tanta
belleza! Y este es el camino. Y cuando Dios terminó de crear al hombre no dijo
"vio que era cosa buena", dijo que era "muy buena", nos acerca
a Él. Y a los ojos de Dios nosotros somos lo más bello, lo más grande, lo más
bueno de la creación. Pero padre, ¿los ángeles? ¡No! Los ángeles están más
abajo nuestro, ¡nosotros somos más que los ángeles! Lo escuchamos en el libro
de los Salmos. ¡Nos quiere el Señor! Debemos agradecerle por esto.
El don de la
ciencia nos pone en profunda sintonía con la Creación y nos hace partícipes de
la limpidez de su mirada y de su juicio. Y es en esta perspectiva que logramos
captar en el hombre y en la mujer el culmen de la creación, como cumplimiento
de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que nos hace
reconocernos como hermanos y hermanas.
3. Todo esto es fuente de serenidad
y de paz y hace del cristiano un gozoso testigo de Dios, en las huellas de San
Francisco de Asís y otros muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a
través de la contemplación de la creación. Al mismo tiempo, sin embargo, el don
de ciencia nos ayuda a no caer en algunas actitudes excesivas o equivocadas. El
primero es el riesgo de considerarnos dueños de la creación. Porque la creación
no es una propiedad, que podemos gobernar a voluntad; ni mucho menos, es una
propiedad de sólo algunos pocos: la creación es un regalo, es un don
maravilloso que Dios nos ha dado, para que lo cuidemos y lo utilicemos en
beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud.
La segunda
actitud equivocada es la tentación de quedarnos en las criaturas, como si éstas
pudieran ofrecer la respuesta a todas nuestras expectativas. Y el Espíritu
Santo con el don de la ciencia nos ayuda a no caer en esto.
Pero yo
quisiera volver a la primera vía equivocada "cuidar la creación", no
"adueñarse de la creación". Debemos cuidar la creación, es un don que
el Señor nos ha dado, para nosotros, ¡es el regalo de Dios a nosotros! Nosotros
somos custodios de la creación, pero cuando nosotros explotamos la creación,
¡destruimos el signo de amor de Dios! Destruir la creación es decir a Dios:
"no me gusta, esto no es bueno". ¿Y qué te gusta a ti? Me gusto a mí
mismo: ¡éste es el pecado! ¿Han visto? La custodia de la creación es
precisamente la custodia del don de Dios. Y también es decir al Señor:
"gracias, yo soy el dueño de la creación. Pero para hacerla seguir
adelante yo no destruiré jamás tu don".
Y esta debe
ser nuestra actitud con respecto a la creación. Custodiarla, porque si nosotros
destruimos la creación, la creación nos destruirá. No olviden esto.
Una vez, yo
estaba en el campo y escuché un dicho de parte de una persona simple, a la cual
le gustaban tanto las flores y él cuidaba estas flores y me dijo: "debemos
custodiar estas bellas cosas que Dios nos ha dado. La creación es para
nosotros; para que nosotros la aprovechemos bien. No explotarla, custodiarla.
"Porque, ¿usted sabe padre?" – así me dijo – "Dios perdona
siempre". Sí, y esto es verdad, Dios perdona siempre. "Nosotros seres
humanos, hombres y mujeres, perdonamos algunas veces" . Y sí, algunas no
perdonamos. "Pero la naturaleza, padre, no perdona jamás y si tú no la
cuidas, ella te destruirá".
Esto debe
hacernos pensar y pedir al Espíritu Santo: este don de la ciencia para entender
bien que la creación es el más hermoso regalo de Dios. Que Él ha dicho: esto es
bueno, esto es bueno, esto es bueno y este es el regalo para lo más bueno que
he creado, que es la persona humana. Gracias.
SEXTO DON, EL DON DE PIEDAD (04.06.14).
“Queridos
hermanos y hermanas ¡buenos días!
Hoy queremos
examinar un don del Espíritu Santo que a menudo viene mal entendido o
considerado de una manera superficial, y que en cambio toca el corazón de
nuestra identidad y de nuestra vida cristiana: es el don de la piedad.
Hay que
dejar claro que este don no se identifica con tener compasión por alguien,
tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y
nuestro profundo vínculo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra
vida y nos mantiene unidos, en comunión con Él, incluso en los momentos más
difíciles y atormentados.
Este vínculo
con el Señor no debe interpretarse como un deber o una imposición: es un
vínculo que viene desde dentro. Se trata, en cambio, de una relación vivida con
el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos ha dado Jesús, una amistad que
cambia nuestras vidas y nos llena de entusiasmo y alegría. Por esta razón, el
don de la piedad suscita en nosotros, sobre todo, gratitud y alabanza. Es éste,
en realidad, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra
adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace sentir la presencia del Señor y de
todo su amor por nosotros, nos reconforta el corazón y nos mueve de forma
natural a la oración y la celebración. Piedad, por tanto, es sinónimo de
auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de aquella
capacidad de rezarle con amor y sencillez que caracteriza a los humildes de corazón.
Si el don de
la piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos
lleva a vivir como sus hijos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar este
amor también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí
que seremos movidos por sentimientos de piedad – ¡no de pietismo! – hacia quien
nos está cerca y por aquellos que encontramos cada día. ¿Por qué digo no de
pietismo? porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos,
hacer cara de estampita, ¿así no? y también fingir el ser como un santo, ¿no?
No, este no es el don de la piedad. En piamontés nosotros decimos: hacer
la “mugna quacia”, éste no es el don de piedad ¡eh! De verdad seremos capaces
de gozar con quien está alegre, de llorar con quien llora, de estar cerca de
quien está solo o angustiado, de corregir a quien está en error, de consolar a
quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está necesitado. Hay una
relación, muy, muy estrecho entre el don de piedad y la mansedumbre. El
don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles. Nos hace
tranquilos, pacientes, en paz con Dios, al servicio de los otros con
apacibilidad.
Queridos
amigos, en la Carta a los Romanos, el apóstol Pablo afirma: “Todos los que son
conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Y ustedes no han
recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el
Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: “¡Abba, Padre!” (Rm 8,
14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu pueda vencer nuestro
temor, nuestras incertidumbres, incluso nuestro espíritu inquieto,
impaciente y pueda hacernos testimonios gozosos de Dios y de su amor.
Adorando al Señor en la verdad y también en el servicio a los próximos, con
mansedumbre y también con la sonrisa, que siempre el Espíritu nos da en la
alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos nosotros este don de la
piedad. Gracias.”
SÉPTIMO DON, EL TEMOR DE DIOS (11.06.14).
Queridos
hermanos y hermanas:
El don del
temor de Dios, del que hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del
Espíritu Santo. Esto no significa tener miedo de Dios: ¡no, no es eso! Sabemos
bien que Dios es Padre y que nos ama y quiere nuestra salvación y siempre
perdona: ¡siempre! ¡Así que no hay razón para tener miedo de Él! El temor de
Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda lo pequeños que somos
delante de Dios y de su amor, y que nuestro bien consiste en abandonarnos con
humildad, respeto y confianza en sus manos. ¡Esto es el temor de Dios: este
abandono en la bondad de nuestro Padre que nos quiere tanto!
1. Cuando el Espíritu Santo toma
morada en nuestro corazón, nos da consuelo y paz, y nos lleva a sentir como
somos, es decir, pequeños, con aquella actitud - tan recomendada por Jesús en
el Evangelio – de quien pone todas sus preocupaciones y sus esperanzas en Dios
y se siente envuelto y apoyado por su calor y protección, ¡igual que un niño
con su papá! Y es éste el sentimiento: es lo que el Espíritu Santo hace en
nuestros corazones: nos hace sentir como niños en los brazos de nuestro papá.
En este
sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios en nosotros toma la
forma de docilidad, de gratitud y de alabanza, llenando nuestro corazón de
esperanza. Muchas veces, de hecho, no alcanzamos a comprender el designio de Dios,
y nos damos cuenta que no podemos asegurarnos, por nosotros mismos, la
felicidad y la vida eterna.
Es
precisamente ante la experiencia de nuestras limitaciones y de nuestra pobreza,
cuando el Espíritu Santo nos consuela y nos hace sentir que la única cosa
importante es ser guiado por Jesús en los brazos de su Padre.
2. Es por eso que necesitamos tanto
este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que
todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza reside sólo seguir al
Señor Jesús y dejar que el Padre puede derramar sobre nosotros su bondad y su
misericordia. Abrir el corazón para que la bondad y la misericordia de Dios
lleguen a nosotros.
Esto hace el
Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón
abierto para que el perdón, la misericordia, la bondad, las caricias del Padre
lleguen a nosotros. Porque nosotros somos hijos infinitamente amados.
3. Cuando somos colmados por el
temor de Dios, entonces estamos llevados a seguir al Señor con humildad,
docilidad y obediencia. Pero esto no con una actitud resignada y pasiva,
incluso con lamento, sino con el estupor y la alegría, la alegría de un hijo
que se reconoce servido y amado por el Padre.
Por lo tanto,
¡el temor de Dios no nos hace cristianos tímidos, remisivos, sino que genera en
nosotros coraje y fuerza! ¡Es un don que nos hace cristianos convencidos,
entusiastas, que no se quedan sometidos al Señor por miedo, sino porque están
conmovidos y conquistados por su amor! Ser conquistados por el amor de Dios: ¡y
esta es una cosa bella! Dejarse conquistar por este amor de Papá: ¡que nos ama
tanto! Nos ama con todo su corazón.
Pero,
¡estemos atentos, eh! porque el don de Dios, el don del temor de Dios es también
una “alarma” frente a la pertinacia del pecado. Cuando una persona vive en el
mal, cuando blasfema en contra de Dios, cuando explota a los otros, cuando los
tiraniza, cuando vive solamente para el dinero, para la vanidad o el poder o el
orgullo, entonces el Santo temor de Dios nos pone en alerta: ¡atención! Con
todo este poder, con todo este dinero, con todo tu orgullo, y con toda tu
vanidad, ¡no serás feliz! Nadie puede llevarse consigo al otro mundo ni el
dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo: ¡nada! Solamente podemos
llevar el amor que Dios Padre nos da, las caricias de Dios aceptadas y
recibidas por nosotros con amor. Y podemos llevar lo que hemos hecho por los
otros. ¡Atención, eh! No pongan esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder,
en la vanidad: ¡esto no puede prometernos nada!
Pienso, por
ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre los otros y se dejan
corromper: pero ¿ustedes piensan que una persona corrupta será feliz en el otro
mundo? ¡No! Todo el fruto de su corrupción ha corrompido su corazón y será
difícil ir hacia el Señor.
Pienso en
aquellos que viven de la trata de personas y del trabajo esclavo: ¿ustedes
piensan que esta gente tenga en su propio corazón el amor de Dios, uno que
trata las personas, uno que explota las personas con el trabajo esclavo? ¡No!
No tienen temor de Dios. Y no son felices. No lo son.
Pienso en
los que fabrican armas para fomentar las guerras: pero piensen ¡qué trabajo es
éste! Estoy seguro que, si yo hago ahora la pregunta:¿cuántos de ustedes son
fabricantes de armas? Nadie, nadie. Porque ésos no vienen a escuchar la palabra
de Dios. Ellos fabrican la muerte, son mercaderes de muerte, que hacen esta
mercancía de muerte.
Que el temor
de Dios les haga comprender que un día todo termina y que deberán rendir
cuentas a Dios.
Queridos
amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: “Este pobre hombre invocó al Señor: él
lo escuchó y los salvó de sus angustias. El Ángel del Señor acampa en torno de
sus fieles y los libra”..Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de
los pobres, para acoger el don del temor de Dios y podernos reconocer, junto a
ellos, revestidos por la misericordia y el amor de Dios, que es nuestro Padre,
nuestro papá. Así sea.