«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna» (Jn 6, 68).
A la muchedumbre que acudía a Él, Jesús le hablaba del Reino de Dios. Lo hacía con palabras sencillas, mediante parábolas tomadas de la vida cotidiana y, aun así, sus palabras tenían un atractivo muy especial. La gente quedaba impactada por su enseñanza porque enseñaba como alguien que tiene autoridad, no como los escribas. Incluso los guardias que fueron a arrestarlo, cuando los sumos sacerdotes y los fariseos les preguntaron por qué no habían ejecutado las órdenes, respondieron: «Nadie ha hablado jamás como este hombre”.
A la muchedumbre que acudía a Él, Jesús le hablaba del Reino de Dios. Lo hacía con palabras sencillas, mediante parábolas tomadas de la vida cotidiana y, aun así, sus palabras tenían un atractivo muy especial. La gente quedaba impactada por su enseñanza porque enseñaba como alguien que tiene autoridad, no como los escribas. Incluso los guardias que fueron a arrestarlo, cuando los sumos sacerdotes y los fariseos les preguntaron por qué no habían ejecutado las órdenes, respondieron: «Nadie ha hablado jamás como este hombre”.
El Evangelio de Juan refiere coloquios luminosos con algunas personas, como Nicodemo o la samaritana. Con sus apóstoles Jesús profundiza aún más: habla abiertamente del Padre y de las cosas del Cielo sin recurrir ya a símiles. Conquistados por sus palabras, no dan marcha atrás ni siquiera cuando no las comprenden del todo o cuando éstas parecen demasiado exigentes.
«Esta enseñanza es inadmisible», le dijeron algunos discípulos cuando oyeron que les iba a dar a comer su cuerpo y a beber su sangre. Viendo que los discípulos se echaban atrás y ya no iban con Él, Jesús les preguntó a los doce apóstoles: «¿También vosotros queréis dejarme?»
Pedro, cautivado ya para siempre y fascinado por las palabras que le había oído pronunciar desde el día en que lo conoció, respondió en nombre de todos:
«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna».
Pedro había comprendido que las palabras de su Maestro eran diferentes a las de los demás maestros. Las palabras que proceden de la tierra, son de la tierra y tienen en la tierra su destino. Las palabras de Jesús son espíritu y vida porque vienen del Cielo, son una luz que desciende de lo Alto y tiene el poder de lo Alto. Poseen una riqueza y una profundidad que las demás palabras no tienen, ya sean de filósofos, de políticos o de poetas. Son palabras de «vida eterna» porque contienen, expresan y comunican la plenitud de una vida que no tiene fin porque es la misma vida de Dios.
«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna».
Pedro había comprendido que las palabras de su Maestro eran diferentes a las de los demás maestros. Las palabras que proceden de la tierra, son de la tierra y tienen en la tierra su destino. Las palabras de Jesús son espíritu y vida porque vienen del Cielo, son una luz que desciende de lo Alto y tiene el poder de lo Alto. Poseen una riqueza y una profundidad que las demás palabras no tienen, ya sean de filósofos, de políticos o de poetas. Son palabras de «vida eterna» porque contienen, expresan y comunican la plenitud de una vida que no tiene fin porque es la misma vida de Dios.
Jesús resucitó y está vivo. Aunque pronunció sus palabras hace tiempo, no son un simple recuerdo, sino palabras que hoy nos dirige a todos nosotros y a cada persona de cualquier tiempo y cultura: palabras universales, eternas.
¡Las palabras de Jesús! Debieron de ser su mayor obra de arte, por así decir. El Verbo hablando en palabras humanas... ¡Qué contenido, qué intensidad, qué acento, qué voz!
Cuenta, por ejemplo, san Basilio el Grande: «Un día, como despertándome de un largo sueño, miré la luz maravillosa de la verdad del Evangelio y descubrí la vanidad de la sabiduría de los príncipes de este mundo».
Y Teresa de Lisieux escribe en una carta del 9 de mayo de 1897: «A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales…, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me deseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil».
Sí, las palabras divinas sacian el espíritu, hecho para lo infinito; iluminan interiormente no sólo la mente sino todo el ser, porque son luz, amor y vida. Dan la paz –la que Jesús llama suya: «mi paz»– incluso en los momentos de turbación y de angustia. Dan alegría plena incluso en medio del dolor que a veces atenaza el alma. Dan fuerza, sobre todo cuando sobrevienen el abatimiento o el desánimo. Nos hacen libres porque abren el camino de la Verdad.
«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna».
La Palabra de este mes nos recuerda que el único Maestro al que queremos seguir es Jesús, aun cuando sus palabras puedan parecer duras o demasiado exigentes: ser honestos en el trabajo, perdonar, ponerse al servicio del otro en lugar de pensar egoístamente en uno mismo, permanecer fieles en la vida familiar, asistir a un enfermo terminal sin ceder a la idea de la eutanasia…
«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna».
La Palabra de este mes nos recuerda que el único Maestro al que queremos seguir es Jesús, aun cuando sus palabras puedan parecer duras o demasiado exigentes: ser honestos en el trabajo, perdonar, ponerse al servicio del otro en lugar de pensar egoístamente en uno mismo, permanecer fieles en la vida familiar, asistir a un enfermo terminal sin ceder a la idea de la eutanasia…
Hay muchos maestros que nos incitan a soluciones fáciles, a componendas. Queremos escuchar al único maestro y seguirlo porque sólo Él dice la verdad y sus palabras «dan vida eterna». Así podremos repetir nosotros también las palabras de Pedro.
En este tiempo de Cuaresma en que nos preparamos a la gran fiesta de la Resurrección, debemos seguir de verdad la enseñanza del único Maestro y hacernos discípulos suyos. También en nosotros debe nacer un amor apasionado por la palabra de Dios: acojámosla atentamente cuando se proclame en las iglesias, leámosla, estudiémosla, meditémosla…
Pero sobre todo estamos llamados a vivirla tal como enseña la Escritura misma: «que pongáis en práctica esa palabra y no simplemente que la oigáis, engañándoos a vosotros mismos». Por eso cada mes nos fijamos en una en particular y dejamos que penetre en nosotros, que nos moldee, que «nos viva». Al vivir una palabra de Jesús vivimos todo el Evangelio, porque en cada palabra suya Él se da completamente, viene Él mismo a vivir en nosotros. Es como una gota de sabiduría divina del Resucitado que lentamente penetra y sustituye nuestro modo de pensar, de querer y de obrar en todas las circunstancias de la vida.
Chiara Lubich
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