Esta es una palabra que nos da un gran consuelo y
nos sirve de estímulo a todos los cristianos.
Con ella, Jesús nos exhorta a vivir con coherencia
nuestra fe en Él, ya que nuestro destino eterno depende de la actitud que
tengamos con Él durante nuestra vida en la tierra. Si lo hemos reconocido
-dice- ante los hombres, le daremos motivos para que nos reconozca ante su
Padre; si, por el contrario, lo hemos negado ante los hombres, Él también nos
negará ante el Padre.
«Todo aquel que se
declare a favor mío delante de los demás, yo también me declararé a favor suyo
delante de mi Padre que está en los cielos. Y, al contrario, si alguien me
niega delante de los demás, yo también lo negaré a él delante de mi Padre que
está en los cielos».
Jesús hace referencia al premio o al castigo que nos
esperan después de esta vida, porque nos ama. Él sabe, como dice un Padre de la
Iglesia, que a veces el temor a un castigo es más eficaz que una bonita
promesa. Por esto alienta en nosotros la esperanza de la felicidad sin fin y,
al mismo tiempo, suscita en nosotros el temor a la condena, con tal de
salvarnos.
Lo que le interesa es que lleguemos a vivir con Dios
para siempre. Por otra parte, es lo único que cuenta; es el fin por el que se
nos ha dado la existencia: en efecto, sólo con Él alcanzaremos la completa
realización de nosotros mismos y la satisfacción de todas nuestras
aspiraciones. Por esto Jesús nos exhorta a "reconocerlo" ya desde aquí abajo. Si en cambio,
durante esta vida no queremos tener nada que ver con Él, si ahora lo negamos,
cuando tengamos que pasar a la otra vida nos encontraremos separados de Él para
siempre.
«Todo aquel que se
declare a favor mío delante de los demás, yo también me declararé a favor suyo
delante de mi Padre que está en los cielos. Y, al contrario, si alguien me
niega delante de los demás, yo también lo negaré a él delante de mi Padre que
está en los cielos».
¿Cómo sacar provecho de esta advertencia hecha por
Jesús? ¿Cómo vivir esta Palabra suya?
Él mismo dice: "Todo aquel que se declare...
". Decidámonos, entonces, a reconocerlo ante los hombres con sencillez y
franqueza.
Venzamos el respeto humano. Salgamos de la
mediocridad y del compromiso que quitan autenticidad a nuestra vida también
como cristianos.
Recordemos que estamos llamados a dar testimonio de
Cristo: Él quiere llegar a todos los hombres con su mensaje de paz, de
justicia, de amor, a través de nosotros.
Demos testimonio de Él allí donde nos encontremos
por motivos de familia, de trabajo, de amistad, de estudio, o por distintas
circunstancias de la vida.
Demos este testimonio antes que nada con nuestro
comportamiento, con la honestidad de nuestra vida, con la pureza de costumbres,
con el desapego del dinero, participando en las alegrías y en los sufrimientos
de los demás.
Démoslo de manera especial con nuestro amor
recíproco, con nuestra unidad, de forma que la paz y la alegría pura,
prometidas por Jesús a quien está unido a Él, inunden nuestra alma ya desde aquí
y se desborden sobre los demás.
Y al que nos pregunte por qué nos comportamos así,
por qué estamos tan serenos incluso en un mundo tan atormentado, respondamos
sin miedo, con humildad y serenidad, las palabras que el Espíritu Santo nos
sugiera, dando así testimonio de Cristo con la palabra, también en el plano de
las ideas.
Entonces, quizás, muchos de los que lo buscan podrán
encontrarlo. Puede ser que otras veces se nos entienda mal, se nos contradiga,
podremos ser objeto de escarnio, quizás de aversión o persecución. Jesús
también nos ha advertido: "Como
me han perseguido a mí, os perseguirán
a vosotros también" (Jn 15, 20).
Todavía estamos en buen camino. Por eso, continuemos
dando testimonio de Él con valor, incluso en medio de pruebas, incluso con
nuestra vida. La meta que nos espera lo merece: es el Cielo, donde Jesús, a
quien amamos, nos reconocerá ante su Padre por toda la eternidad.
Chiara Lubich
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