Distinguidas Autoridades,
Hermanos y amigos:
En su amorosa providencia, Dios ha querido que el primer viaje
internacional de mi pontificado me ofreciera la oportunidad de volver a la
amada América Latina, concretamente a Brasil, nación que se precia de sus
estrechos lazos con la Sede Apostólica y de sus profundos sentimientos de fe y
amistad que siempre la han mantenido unida de una manera especial al Sucesor de
Pedro. Doy gracias por esta benevolencia divina.
He aprendido que, para tener acceso al pueblo brasileño, hay que
entrar por el portal de su inmenso corazón; permítanme, pues, que llame
suavemente a esa puerta. Pido permiso para entrar y pasar esta semana con
ustedes. No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso que se
me ha dado: Jesucristo. Vengo en su nombre para alimentar la llama de amor
fraterno que arde en todo corazón; y deseo que llegue a todos y a cada uno mi
saludo: «La paz de Cristo esté con ustedes».
Saludo con deferencia a la señora Presidenta y a los distinguidos
miembros de su gobierno. Agradezco su generosa acogida y las palabras con las
que han querido manifestar la alegría de los brasileños por mi presencia en su
país. Saludo también al Señor Gobernador de este Estado, que amablemente
nos acoge en el Palacio del Gobierno, y al alcalde de Río de Janeiro, así como
a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados ante el gobierno brasileño, a
las demás autoridades presentes y a todos los que han trabajado para hacer
posible esta visita.
Quisiera decir unas palabras de afecto a mis hermanos obispos, a
quienes incumbe la tarea de guiar a la grey de Dios en este inmenso país, y a
sus queridas Iglesias particulares. Con esta visita, deseo continuar con la
misión pastoral propia del Obispo de Roma de confirmar a sus hermanos en la fe
en Cristo, alentarlos a dar testimonio de las razones de la esperanza que brota
de él, y animarles a ofrecer a todos las riquezas inagotables de su amor.
Como es sabido, el principal motivo de mi presencia en Brasil va
más allá de sus fronteras. En efecto, he venido para la Jornada Mundial de la
Juventud. Para encontrarme con jóvenes venidos de todas las partes del mundo,
atraídos por los brazos abiertos de Cristo Redentor. Quieren encontrar un
refugio en su abrazo, justo cerca de su corazón, volver a escuchar su llamada
clara y potente: «Vayan y hagan discípulos a todas las naciones».
Estos jóvenes provienen de diversos continentes, hablan idiomas
diferentes, pertenecen a distintas culturas y, sin embargo, encuentran en
Cristo las respuestas a sus más altas y comunes aspiraciones, y pueden saciar
el hambre de una verdad clara y de un genuino amor que los una por encima de
cualquier diferencia.
Cristo les ofrece espacio, sabiendo que no puede haber energía
más poderosa que esa que brota del corazón de los jóvenes cuando son seducidos
por la experiencia de la amistad con él. Cristo tiene confianza en los jóvenes
y les confía el futuro de su propia misión: «Vayan y hagan discípulos»;
vayan más allá de las fronteras de lo humanamente posible, y creen un mundo de
hermanos y hermanas. Pero también los jóvenes tienen confianza en Cristo: no
tienen miedo de arriesgar con él la única vida que tienen, porque saben que no
serán defraudados.
Al comenzar mi visita a Brasil, soy muy consciente de que,
dirigiéndome a los jóvenes, hablo también a sus familias, sus comunidades
eclesiales y naciones de origen, a las sociedades en las que viven, a los
hombres y mujeres de los que depende en gran medida el futuro de
estas nuevas generaciones. Es común entre ustedes oír decir a los padres:
«Los hijos son la pupila de nuestros ojos».
¡Qué hermosa es esta expresión de la sabiduría brasileña, que
aplica a los jóvenes la imagen de la pupila de los ojos, la abertura por la que
entra la luz en nosotros, regalándonos el milagro de la vista! ¿Qué sería de
nosotros si no cuidáramos nuestros ojos? ¿Cómo podríamos avanzar?
Mi esperanza es que, en esta semana, cada uno de nosotros se deje
interpelar por esta pregunta provocadora.
La juventud es el ventanal por el que entra el futuro en el
mundo y, por tanto, nos impone grandes retos. Nuestra generación se mostrará a
la altura de la promesa que hay en cada joven cuando sepa ofrecerle espacio;
tutelar las condiciones materiales y espirituales para su pleno desarrollo;
darle una base sólida sobre la que pueda construir su vida; garantizarle
seguridad y educación para que llegue a ser lo que puede ser; transmitirle
valores duraderos por los que valga la pena vivir; asegurarle un horizonte
trascendente para su sed de auténtica felicidad y su creatividad en el bien;
dejarle en herencia un mundo que corresponda a la medida de la vida humana;
despertar en él las mejores potencialidades para ser protagonista de su propio
porvenir, y corresponsable del destino de todos.
Al concluir, ruego a todos la gentileza de la atención y, si es
posible, la empatía necesaria para establecer un diálogo entre amigos. En este
momento, los brazos del Papa se alargan para abrazar a toda la nación
brasileña, en el complejo de su riqueza humana, cultural y religiosa.
Que desde la Amazonia hasta la pampa, desde las regiones áridas al
Pantanal, desde los pequeños pueblos hasta las metrópolis, nadie se sienta
excluido del afecto del Papa. Pasado mañana, si Dios quiere, tengo la intención
de recordar a todos ante Nuestra Señora de Aparecida, invocando su
maternal protección sobre sus hogares y familias.
Y, ya desde ahora, los bendigo a todos. Gracias por la
bienvenida.
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