«El que
quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga» (Mc 8,34).
Durante su viaje al norte de Galilea, por los
pueblos en torno a la ciudad de Cesarea de Filipo, Jesús pregunta a sus discípulos
qué piensan de él. Pedro confiesa en nombre de todos que él es el Cristo, el
Mesías esperado desde hace siglos. Para evitar equívocos, Jesús explica
claramente cómo pretende llevar a cabo su misión. Liberará a su pueblo, pero de
un modo inesperado, pagando con su persona: deberá sufrir mucho, ser reprobado,
ejecutado y, al cabo de tres días, resucitar. Pedro no acepta esta visión del
Mesías -como tantos otros de su tiempo, se imaginaba una persona que actuaría
con poder y fuerza derrotando a los romanos y poniendo a la nación de Israel en
el lugar que le correspondía en el mundo- e increpa a Jesús, quien a su vez lo
reprende: «¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (cf. 8, 31-33).
Jesús se pone de nuevo en camino, esta vez
hacia Jerusalén, donde se cumplirá su destino de muerte y resurrección. Ahora
que sus discípulos saben que va para morir, ¿querrán seguir con él? Las
condiciones que Jesús pide son claras y exigentes. Convoca a la muchedumbre y a
sus discípulos en torno a él y les dice:
«El que
quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga».
Se habían quedado fascinados por él, el
Maestro, cuando había pasado por las orillas del lago mientras echaban las
redes para pescar o estaban en el mostrador de los impuestos. Sin dudado habían
dejado barcas, redes, mostrador, padre, madre, casa y familia para ir detrás de
él. Lo habían visto hacer milagros y habían oído de él palabras de sabiduría.
Hasta aquel momento lo habían seguido llenos de alegría y entusiasmo.
Sin embargo, seguir a Jesús resultaba ser una
tarea aún más comprometida. Ahora se veía claramente que significaba compartir
plenamente su vida y su destino: el fracaso y la hostilidad, incluso la muerte,
¡y vaya muerte! La más dolorosa, la más infamante, la que estaba reservada a
los asesinos y a los delincuentes más despiadados. Una muerte que las Sagradas
Escrituras tildaban de «maldita» (cf. Dt 21, 23). Ya solo el nombre de la
«cruz» infundía terror, era casi impronunciable. Es la primera vez que esta
palabra aparece en el Evangelio. Qué impresión habrá dejado en quienes lo
escuchaban.
Ahora que Jesús ha afirmado claramente su
identidad, puede mostrar con la misma claridad la de sus discípulos. Si el
maestro es el que ama a su pueblo hasta morir por él, cargando con la cruz,
también sus discípulos, para serlo, deberán dejar de lado su modo de pensar
para compartir totalmente el camino de su maestro, comenzando por la cruz:
«El que
quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga».
Ser cristianos significa ser otros Cristo:
tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús», el cual «se humilló a sí
mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5.8); ser
crucificados con Cristo, hasta poder decir con Pablo: «no soy yo el que vive,
es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20); no saber «cosa alguna, sino a
Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2, 2). Jesús sigue viviendo, muriendo y
resucitando en nosotros. Es el deseo y la ambición más grande del cristiano, la
que ha forjado grandes santos: ser como el Maestro. Pero ¿cómo seguir a Jesús
para llegar a ser así?
El primer paso es «negarse uno mismo»,
distanciarme de mi propio modo de pensar. Era el paso que Jesús le había pedido
a Pedro cuando le reprochaba que pensase como los hombres y no como Dios.
También nosotros, como Pedro, a veces queremos afirmamos de manera egoísta, o
por lo menos siguiendo nuestros criterios. Buscamos el éxito fácil e inmediato,
exento de cualquier dificultad, miramos con envidia a los que prosperan,
soñamos con tener una familia unida y con construir en torno a nosotros una
sociedad fraterna y una comunidad cristiana sin tener que pagar caro por ello.
Negarse uno mismo significa entrar en el modo
de pensar de Dios, el que Jesús nos indicó con su modo de actuar: la lógica del
grano de trigo, que debe morir para dar fruto, de encontrar más alegría en dar
que en recibir, de ofrecer la vida por amor; en una palabra, de cargar cada uno
con su cruz.
«El que
quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga».
La cruz -la de «cada día», como dice el
Evangelio de Lucas (9, 23)- puede tener mil caras: una enfermedad, el quedarse
sin trabajo, la incapacidad de gestionar los problemas familiares o profesionales,
la sensación de fracaso por no saber crear relaciones auténticas, la sensación
de impotencia ante los grandes conflictos mundiales, la indignación por los
escándalos recurrentes en nuestra sociedad... La cruz no hay que buscarla; nos
sale al encuentro por sí sola, y precisamente cuando menos lo esperamos y de un
modo que nunca nos habríamos imaginado.
Jesús nos invita a «cargar» con ella en lugar
de sufrirla con resignación como un mal inevitable, de dejar que nos caiga
encima y nos aplaste, o incluso de soportarla de modo estoico y desprendido.
Más vale acogerla como un modo de compartir su cruz, como posibilidad de ser
sus discípulos incluso en esa situación y de vivir en comunión con él también
en ese dolor, porque él fue el primero en compartir nuestra cruz. Porque cuando
Jesús cargó con la cruz, con ella tomó sobre sus hombros todas nuestras cruces.
En cualquier dolor, tenga el rostro que tenga, podemos, pues, encontrar a
Jesús, que ya lo ha hecho suyo.
Así ve Igino Giordani la inversión del papel
de Simón de Cirene, que lleva la cruz de Jesús: la cruz «pesa menos si Jesús
hace de Cireneo con nosotros». Y pesa aún menos, continúa, si la llevamos
juntos. «Una cruz llevada por una criatura, al final aplasta; llevada juntos
por varias criaturas teniendo en medio a Jesús o tomando como Cireneo a Jesús,
se vuelve ligera: yugo suave. Una escalada en cordada, entre muchos, concordes,
se convierte en una fiesta, y a la vez procura una ascensión».
Así pues, tomar la cruz para llevada con él,
sabiendo que no la llevamos solos porque él la lleva con nosotros, es relación,
es pertenencia a Jesús, hasta la plena comunión con él, hasta convertimos en
otros él. Así es como seguimos a Jesús y nos convertimos en auténticos
discípulos. Entonces la cruz será de verdad para nosotros, como para Cristo,
«fuerza de Dios» (1 Co 1, 18), camino de resurrección. Encontraremos la fuerza
en cada debilidad, la luz en cada oscuridad, la vida en cada muerte, porque
encontraremos a Jesús.
FABIO CIARDI
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