«Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66, 13).
¿Quién no ha visto llorar a un niño y echarse en los brazos de su
madre? Suceda lo que suceda, sea cosa pequeña o grande, la madre le seca las
lágrimas, lo cubre de cariño y al poco rato el niño vuelve a sonreír. A él le
basta con sentir su presencia y su afecto. Así hace Dios con nosotros,
comparándose con una madre.
Con estas palabras Dios se dirige a su pueblo que ha vuelto del exilio
en Babilonia. Después de haber visto demoler sus casas y el Templo, después de
haber sido deportado a tierra extranjera, donde ha experimentado decepción y
desánimo, el pueblo vuelve a su patria y debe volver a empezar a partir de las
ruinas que ha dejado la destrucción sufrida.
La tragedia vivida por Israel es la misma que se repite para tantos
pueblos en guerra, víctimas de actos terroristas o de explotación inhumana.
Casas y calles en ruinas, lugares símbolo de su identidad arrasada, saqueo de
bienes, lugares de culto destruidos. Cuántas personas secuestradas, millones se
ven obligadas a huir, miles encuentran la muerte en el desierto o en el mar.
Parece un apocalipsis.
Esta Palabra de vida es una invitación a creer en la acción amorosa de
Dios incluso donde no se percibe su presencia. Es un anuncio de esperanza. El
está al lado de quienes sufren persecución, injusticias y exilio. Está con
nosotros, con nuestra familia, con nuestro pueblo. Conoce nuestro dolor
personal y el de la humanidad entera. Se ha hecho uno de nosotros hasta morir
en la cruz. Por eso sabe comprendemos y consolamos. Precisamente como una
madre, que sienta al niño en sus rodillas y lo consuela.
Hace falta abrir los ojos y el corazón para «verlo». En la medida en
que experimentemos la ternura de su amor, conseguiremos transmitirla a todos
los que viven inmersos en el dolor y en la prueba; seremos instrumentos de
consuelo. Así lo sugiere el apóstol Pablo a los corintios: «consolar nosotros a
los demás en cualquier lucha mediante el consuelo con que nosotros mismos somos
consolados por Dios» (2 Co 1, 4).
Es también la experiencia íntima y concreta de Chiara Lubich: «Señor,
dame a todos los que están solos... He sentido en mi corazón la pasión que
invade al tuyo por todo el abandono en que está sumido el mundo entero. Amo a
todo ser enfermo y solo. ¿Quién consuela su llanto? ¿Quién llora con él su
muerte lenta? Y ¿quién estrecha contra
su pecho el corazón desesperado? Haz, Dios mío, que sea en el mundo el
sacramento tangible de tu amor: que sea tus brazos, que abrazan y transforman
en amor toda la soledad del mundo».
FABIO CIARDI
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