«Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21).
En los días sucesivos a la crucifixión de
Jesús, sus discípulos se encerraron en casa, asustados y desorientados. Lo
habían seguido por los caminos de Palestina mientras anunciaba a todos que Dios
es Padre y ama tiernamente a cada persona. Jesús había sido enviado por el
Padre no solo para testimoniar con su vida esta gran novedad, sino también para
abrirle a la humanidad el camino para encontrarse con Dios; un Dios que es Trinidad,
comunidad de amor en sí mismo, y que quiere incluir en este abrazo a sus
criaturas.
Durante su misión, muchos vieron, oyeron y
experimentaron la bondad y los efectos de sus gestos y de sus palabras de
acogida, perdón, esperanza... Luego llegó la condena y la crucifixión.
Y en este contexto el Evangelio de Juan nos
cuenta que Jesús, resucitado al tercer día, se aparece a los suyos y los invita
a proseguir su misión:
«Como el
Padre me envió, también yo os envío».
Como si les dijese: «¿Recordáis cómo he
compartido con vosotros mi vida?, ¿cómo he saciado vuestra hambre y sed de
justicia y de paz?, ¿cómo he sanado los corazones y los cuerpos de tantos
marginados y descartados de la sociedad?, ¿cómo he defendido la dignidad de los
pobres, de las viudas, de los extranjeros? Seguid ahora vosotros: anunciad a
todos el Evangelio que habéis recibido, anunciad que Dios desea que todos se
encuentren con Él y que sois todos hermanos y hermanas».
Cada persona, creada a imagen de Dios Amor,
tiene ya en el corazón el deseo del encuentro; todas las culturas y todas las
sociedades tienden a construir relaciones de convivencia. Pero ¡cuánto
esfuerzo, cuántas contradicciones, cuántas dificultades para alcanzar esta
meta! Esta profunda aspiración choca cada día con nuestras fragilidades, con
nuestros miedos y cerrazones, con la desconfianza y los juicios recíprocos.
Y sin embargo, el Señor nos sigue dirigiendo
con confianza la misma invitación:
«Como el
Padre me envió, también yo os envío».
¿Cómo vivir en este mes una invitación tan
audaz? La misión de suscitar la fraternidad en una humanidad tantas veces
herida ¿no es una batalla perdida antes incluso de que comience?
Solos nunca podríamos conseguirlo, y por eso
Jesús nos ha hecho un regalo muy especial, el Espíritu Santo, que nos sostiene
en el compromiso de amar a cada persona, aunque sea un enemigo.
«El Espíritu Santo, que se nos da en el
bautismo [...l. al ser espíritu de amor y de unidad, hacía de todos los
creyentes una sola cosa con el Resucitado y entre ellos, superando todas las
diferencias de raza, de cultura y de clase social. [...] Con nuestro egoísmo es
como se construyen las barreras con las que nos aislamos y excluimos a quienes
son distintos de nosotros. [...] Por ello, escuchando la voz del Espíritu
Santo, trataremos de crecer en comunión [...] superando las semillas de
división que llevamos dentro de nosotros».
En este mes, con la ayuda del Espíritu Santo,
recordemos y vivamos también nosotros las palabras del amor en cualquier ocasión
que tengamos, grande o pequeña, de relacionarnos con los demás: acoger,
escuchar, compadecer, dialogar, alentar, incluir, cuidar, perdonar, valorar...
Así viviremos la invitación de Jesús a continuar su misión y seremos canales de
esa vida que Él nos ha dado.
Es lo que experimentaron un grupo de monjes
budistas durante su estancia en la ciudadela internacional de Loppiano, en
Italia, cuyos 800 habitantes procuran vivir con fidelidad el Evangelio. Se
quedaron profundamente impactados por el amor evangélico, que no conocían. Uno
de ellos cuenta: «Dejaba mis zapatos sucios a la puerta de la habitación, y a
la mañana siguiente me los encontraba limpios. Dejaba mi ropa usada fuera y por
la mañana me la encontraba limpia y planchada. Sabían que tenía frío porque soy
del sureste de Asia, y entonces subían la calefacción y me daban mantas… Un día
pregunté: “¿Por qué lo hacéis?”: “Porque te queremos”; me respondieron». Esta
experiencia abrió el camino a un diálogo verdadero entre budistas y cristianos.
LETIZIA MAGRI
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