HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN MISA DEL DOMINGO DE RAMOS 2013
Jesús entra en Jerusalén.
La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los
mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito
de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en
el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38). Gentío, fiesta, alabanza,
bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el
corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre,
olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las
miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios, se ha
inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón que
nos mira a todos, que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande
el amor de Jesús. Y ahora entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos.
Es una bella escena, llena de luz, la luz del amor de Jesús, de alegría, de
fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido.
Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido a Jesús; también
nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es
cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un
hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús
es Dios y se ha rebajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro
hermano. Aquí nos ilumina en el camino. Y así hoy lo hemos acogido. Y esta es
la primera palabra que quiero deciros: alegría. No seáis nunca hombres, mujeres
tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer nunca por el
desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino que
nace de haber encontrado a una persona, Jesús; que está en medio a nosotros,
nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos
difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos
que parecen insuperables y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, el
diablo enmascarado de ángel tantas veces e insidiosamente nos dice su palabra.
No lo escuchéis, sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero
sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto
reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro.
Y por favor, no os dejéis robar la esperanza, no os dejéis robar la esperanza
que nos da Jesús.
Y la segunda palabra. ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal
vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él
no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es
Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no
está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente
humilde, sencilla. Que tiene el sentido de ver en Jesús algo más. Que dice este
es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores
reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra
para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera
Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un
manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario
cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra
en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su
ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que
Benedicto XVI decía a los cardenales: sois príncipes, pero de un Rey
crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre él. ¿Por qué la cruz?
Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el
nuestro, el de todos nosotros y lo lava, lo lava con su sangre, con la
misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas
heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos
económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que después
ninguno lo puede llevar con sí, debe dejarlo. Mi abuela nos decía a nosotros
niños, "el sudario no tiene bolsillos". Amor al dinero, poder,
la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la
creación. Y también, cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce, nuestros pecados
personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la
creación. Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del
amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús
nos hace a todos nosotros sobre el trono de la cruz. La cruz de Cristo abrazada
con amor nunca lleva la tristeza, sino la alegría, la alegría de ser salvados y
de hacer un poco de lo que ha hecho Él el día de su muerte .
Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el
Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra:
jóvenes. Queridos jóvenes, os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús,
agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la
alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración
de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la
fe con un corazón joven, siempre, incluso a los setenta, ochenta años. Con
Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis
bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un
Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os
avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la
verdadera alegría está en el don de sí mismo y que Dios ha triunfado sobre el
mal precisamente con el amor. Lleváis la cruz peregrina a través de todos los
continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de
Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema
de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos
que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los
hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz. Queridos
amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy sobre las huellas
del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima
etapa de esta gran peregrinación de la cruz. Aguardo con alegría el próximo mes
de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil.
Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que
este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben
decirle al mundo: es bueno seguir a Jesús, es bueno ir con Jesús, es bueno el
mensaje de Jesús, es bueno salir de sí mismo a las periferias del mundo y de la
existencia para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el
gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la
cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta
Semana Santa y durante toda nuestra vida. Amén.
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