“Reclamar lo
nuestro”, creernos dueños y señores de la vida, amos del mundo, poseedores del
derecho a todo lo que nos provoca el deseo, y sin responsabilidad ante nadie ni
ante nada, eso es siempre en cierto modo el pecado. Y ése es sobre todo el
pecado, o más bien el engaño fundamental del hombre moderno. A la miseria de
vida que resulta de ese engaño, hecha de soledad y de desesperanza, hecha de
sumisión a mil amos que explotan sin misericordia nuestras pobres pasiones, la
llamamos “libertad”.
Todos hemos
salido de casa. Todos nos hemos alimentado de las sobras de los animales. Todos
hemos sentido la vergüenza y el temor de ser regañados al volver. El hermano
mayor lo haría, lo sigue haciendo, se sigue escandalizando de la misericordia
de Dios. La justicia, una justicia sin amor, es su única categoría, su única
razón. ¡El mal debe ser apartado, el honor restablecido! O más bien su única
excusa, la única excusa del hermano mayor. Porque el apedrear a la adúltera ha
generado siempre esa ceguera cuya utilidad mayor es la de olvidar las propias
miserias.
La enseñanza
de Jesús no está ahí, sin embargo. Un anciano oriental no corre nunca, ni aunque
esté su casa ardiendo. Un buen padre judío nunca habría recibido en su casa a
un hijo así. Pero en la parábola el Padre corría... el Padre corría, y le
abrazó, y le cubrió de besos.
† Javier
Martínez
Arzobispo de
Granada
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