Tierra tierra, cielo cielo
El Padre, que ha engendrado un Hijo para amarlo, ha creado al hermano,
copia menor de ese Hijo, para que nosotros podamos amarlo. El hermano es imagen
de Dios: su progenie, fruto de su sangre; de manera que en él se ama a Dios por
efigie y por representación. Y no basta: el hermano es tal porque es hijo de un
mismo Padre, Dios; vuelto a ser hijo de Dios por la encarnación, pasión y
muerte de Cristo.
Se puede decir que el hermano nos ha sido dado para que nos recuerde, per
semejanza, a Dios […]. El cual, porque es infinito, no se puede ver con pupilas
limitadas: se le ve, como en un espejo, en el hermano. Infinito, Dios no se
puede amar con servicios congruentes con su infinidad. Se le puede servir en
los hermanos, en los cuales está Cristo, porque los hermanos necesitan
servicios limitados, congruentes con nuestras posibilidades.
De modo que las relaciones entre hombres son un juego de amor: uno da y el
otro recibe, en apariencia. En realidad ambos reciben y dan; de modo quienes son servidos por
nosotros, nos dan el privilegio de hacernos servir en ellos a Dios […].
Y entonces se nos ofrece un criterio muy simple para juzgar si nosotros
estamos a bien con Dios. Nosotros estamos a bien con Dios si estamos a bien con
el hombre. Amamos al Uno en el cielo si amamos al otro en la tierra. Todo muy
sencillo: mucho tierra tierra, porque mucho cielo cielo
“En esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida: si amamos a los
hermanos” (1 Jn 3, 14). Si no amamos a los hermanos,
nosotros redimidos, volvemos a pasar de la vida a la muerte.
Aplicaciones en consecuencia: “No hagas a los otros lo que no quisieras que
fuese hecho a ti”, negativamente. “Trata a los demás como quisieras que ellos
te trataran”, positivamente.
Yo no quisiera ser calumniado, estar hambriento, quedarme sin casa, sin
trabajo, sin alegrías…: y así, por cuanto de mí dependa, yo debo ocuparme de
que también los demás estén honrados, saciados, alojados, empleados y llenos de
consolaciones.
Y aquí se ve el juego del amor: Cristo ama a los hermanos como a sí […]. El
amor nos pone en un plano doméstico, de igualdad: Dios nos pone a su nivel,
como el Padre pone a los hijos a su nivel. Y este es el vértice de un amor
superhumano, que se eleva sobre todo límite. Y consiste en volver a llevar, que
lo hace Dios, la criatura hacia sí […].
Porque Dios es amor, quien ama vive en Dios; por el hecho de que
ama, él honra, sirve, sigue a Dios.
Fuente: Vida de la Palabra
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