HOMILÍA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO EN LA MISA CONCLUSIVA.
Plaza de
San Pedro. Domingo 27 de octubre de 2013
Las lecturas de este domingo nos invitan a meditar
sobre algunas características fundamentales de la familia cristiana.
1. La primera: La familia que ora. El
texto del Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso – el del
fariseo – y el otro auténtico – el del publicano. El fariseo encarna una
actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su
misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo,
se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su
pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su
oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad,
de su propia miseria: este hombre en verdad se reconoce necesitado del perdón
de Dios, de la misericordia de Dios.
La del publicano es la oración del pobre, es la
oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, «sube hasta las
nubes» (Si 35,16), mientras que la del fariseo está marcada por el
peso de la vanidad.
A la luz de está Palabra, quisiera preguntarles a
ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé.
Pero muchos me dicen: pero ¿Cómo se hace? Se hace como el publicano, es claro:
humilde, delante de Dios. Cada uno con humildad se deja ver del Señor y le pide
su bondad, que venga a nosotros. Pero, en familia, ¿Cómo se hace? Porque parece
que la oración sea algo personal, y además nunca se encuentra el momento
oportuno, tranquilo, en familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de
humildad, de reconocer que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y
todas las familias, tenemos necesidad de Dios: todos, todos. Necesidad de su
ayuda, de su fuerza, de su bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se
requiere sencillez. Para rezar en familia se necesita sencillez. Rezar juntos
el “Padrenuestro”, alrededor de la mesa, no es algo singular: es fácil. Y rezar
juntos el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y rezar aun el
uno por el otro: el marido por la esposa, la esposa por el marido, los dos por
los hijos, los hijos por los padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro.
Esto es rezar en familia, y esto hace fuerte la familia: la oración.
2. La segunda Lectura nos sugiere otro aspecto: la
familia conserva la fe. El apóstol Pablo, al final de su vida, hace un
balance fundamental, y dice: «He conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo
la conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel
siervo un poco perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una
carrera. Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la
ha anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a
quienes querían conservar, «embalsamar» el mensaje de Cristo dentro de los
confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a
territorios hostiles, he aceptado el reto de los alejados, de culturas
diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe
porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin
atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, podemos preguntar: ¿De qué manera, en
familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra
familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla
con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos
sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia «a
la carrera», muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta «carrera»
puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias
misioneras. Ayer escuchamos, aquí en la plaza, el testimonio de familias
misioneras. Son misioneras también en la vida de cada día, haciendo las cosas
de todos los días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe. Conservar la
fe en familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas de todos los
días.
3. Y un último aspecto encontramos de la Palabra de
Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo responsorial
se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se alegren» (33,3).
Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el
motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los
humildes y los libra del mal. Lo escribía también San Pablo: «Alegraos siempre…
el Señor está cerca» (Flp 4,4-5). Me gustaría hacer una pregunta
hoy. Pero que cada uno la lleve en el corazón a su casa, eh! Como una tarea a
realizar. Y responda solo: ¿Hay alegría en tu casa? ¿Hay alegría en tu familia?
Den ustedes la respuesta.
Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera
alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las
cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la
armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que
nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente el camino
de la vida. A la base de este sentimiento de alegría profunda está la presencia
de Dios, la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor,
misericordioso, respetuoso hacia todos. Y sobre todo, un amor paciente: la
paciencia es una virtud de Dios y nos enseña, en familia, a tener este amor
paciente, el uno por el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor paciente.
Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios,
también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se
apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la fe la
comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para
toda la sociedad.
Queridas familias, vivan siempre con fe y simplicidad,
como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor esté siempre
con ustedes!.
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