«Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios». (Rm 15, 7).
Estas palabras son una de las
recomendaciones finales de san Pablo en su carta a los cristianos de Roma. Esta
comunidad, como tantas otras esparcidas por el mundo grecorromano, estaba
formada por creyentes que provenían en parte del paganismo y en parte del
judaísmo, es decir, con una mentalidad, formación cultural y sensibilidad
espiritual muy distinta. Esta diversidad daba pie a juicios, prevenciones,
discriminaciones e intolerancias de unos con otros que, ciertamente, no se
avenían con esa acogida mutua que Dios quería de ellos.
Para ayudarlos a superar dichas
dificultades, el Apóstol no encuentra medio más eficaz que llevarlos a
reflexionar sobre la gracia de su conversión. El que Jesús los hubiese llamado
a la fe, comunicándoles el don de su Espíritu, era la prueba palpable del amor
con el que Jesús había acogido a cada uno de ellos. A pesar de su pasado y
diversidad de procedencia, Jesús los había acogido para formar un solo cuerpo.
«Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios».
Estas palabras de san Pablo nos
recuerdan uno de los aspectos más conmovedores del amor de Jesús: el amor con
que Jesús acogió a todos durante su vida terrena, de modo particular a los más
marginados, los más necesitados, los más alejados. Es el amor con el que Jesús
ofreció a todos su confianza, su familiaridad, su amistad, abatiendo una a una
las barreras que el orgullo y el egoísmo humano habían erigido en la sociedad
de su tiempo. Jesús fue la manifestación del amor plenamente acogedor del Padre
celestial por cada uno de nosotros y del amor que, en consecuencia, deberíamos
tener unos por otros. Esta es la primera voluntad del Padre sobre nosotros; por
ello no podríamos dar mayor gloria al Padre que la que le damos al procurar
acogernos mutuamente tal como Jesús nos acogió a nosotros.
«Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios».
¿Cómo viviremos, pues, la Palabra
de vida de este mes? Esta concentra nuestra atención sobre uno de los aspectos
de nuestro egoísmo que se da con más frecuencia y -digámoslo también- más
difíciles de superar: la tendencia a aislarnos, a discriminar, a marginar, a
excluir al otro porque es distinto de nosotros y podría perturbar nuestra
tranquilidad.
Para ello trataremos de vivir
esta Palabra de vida ante todo dentro de nuestras familias,
asociaciones, comunidades y grupos de trabajo, eliminando en nosotros los juicios, las discriminaciones, las prevenciones, los resentimientos, la intolerancia hacia este o aquel prójimo, tan fáciles y tan frecuentes, que tanto enfrían y comprometen las relaciones humanas y que impiden el amor recíproco bloqueándolo como la herrumbre.
asociaciones, comunidades y grupos de trabajo, eliminando en nosotros los juicios, las discriminaciones, las prevenciones, los resentimientos, la intolerancia hacia este o aquel prójimo, tan fáciles y tan frecuentes, que tanto enfrían y comprometen las relaciones humanas y que impiden el amor recíproco bloqueándolo como la herrumbre.
Y luego, en la vida social en
general, proponiéndonos dar testimonio del amor acogedor de Jesús hacia
cualquier prójimo que el Señor nos ponga al lado, especialmente aquellos que el
egoísmo social tiende más fácilmente a excluir o marginar.
Acoger al otro, al que es
distinto de nosotros, es la base del amor cristiano. Es el punto de partida, el
primer peldaño para construir esa civilización del amor, esa cultura de
comunión a la que Jesús nos llama sobre todo hoy.
Chiara Lubich
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