Publicado en iglesia actualidad
La esperanza de la familia
P.
– Ultimamente, el problema de los divorciados vueltos a casar vuelve a
ser centro de la opinión pública. Partiendo de una cierta interpretación de la
Escritura, de la tradición patrística y de los textos del magisterio, se han
sugerido soluciones que proponen innovaciones. ¿Podemos esperar un cambio
doctrinal?
R.
– Ni siquiera un concilio ecuménico puede cambiar la doctrina de la Iglesia
porque su fundador, Jesucristo, ha confiado la custodia fiel de sus enseñanzas
y de su doctrina a los apóstoles y a sus sucesores. En lo que concierne al
matrimonio tenemos una doctrina elaborada y estructurada, basada en la palabra
de Jesús, que hay que ofrecer en su integridad. La absolutaindisolubilidad
de un matrimonio válido no es una mera doctrina, sino un dogma divino y
definido por la Iglesia. Frente a la ruptura de hecho de un matrimonio válido,
no es admisible otro “matrimonio” civil. De lo contrario, estaríamos frente a
una contradicción porque si la precedente unión, el “primer” matrimonio o,
mejor aún, el matrimonio, es realmente un matrimonio, otra unión sucesiva no es
“matrimonio”. Es sólo un juego de palabras hablar de primer y de segundo
“matrimonio”. El segundo matrimonio sólo es posible cuando el cónyuge legítimo
ha muerto, o cuando el matrimonio ha sido declarado inválido, porque en estos
casos el vínculo precedente se ha disuelto. En caso contrario, nos encontramos
ante lo que se llama “impedimento de vínculo”.
A este propósito, deseo resaltar que el
entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la congregación que ahora
presido, con la aprobación del entonces Papa San Juan Pablo II, tuvo que
intervenir expresamente para rechazar un hipótesis similar a la de su pregunta.
Esto no impide hablar del problema de la
validez de muchos matrimonios en el actual contexto de secularización. Todos
hemos participado en bodas en las que no se sabía bien si los contrayentes del
matrimonio estaban realmente dispuestos a “hacer lo que hace la Iglesia” en el
rito del matrimonio. Benedicto XVI ha pedido reiteradamente que se reflexione
sobre el gran desafío representado por los bautizados no creyentes. En
consecuencia, la congregación para la doctrina de la fe ha acogido la
preocupación del Papa y un gran número de teólogos y otros colaboradores están
trabajando para resolver el problema de la relación entre fe explícita y fe
implícita.
¿Qué sucede cuando un matrimonio carece
incluso de la fe implícita? Ciertamente, cuando ésta falta, aunque haya sido
celebrado “libere et recte”, el matrimonio podría resultar inválido. Ello
induce a considerar que además de los criterios clásicos para declarar la
invalidez del matrimonio, habría que reflexionar más sobre el caso en el que
los cónyuges excluyen la sacramentalidad del matrimonio. Actualmente estamos aún
en una fase de estudio, de reflexión serena pero tenaz sobre este punto. No
considero oportuno anticipar conclusiones precipitadas, visto que todavía no
hemos encontrado la solución, pero ello no es óbice para que señale que en
nuestra congregación estamos dedicando muchas energías para dar una respuesta
correcta al problema planteado por la fe implícita de los contrayentes.
P.
– Por consiguiente, si el sujeto excluyese la sacramentalidad del
matrimonio, como hacen quienes excluyen a los hijos en el momento de casarse,
este hecho, ¿podría hacer hacer nulo el matrimonio contraído?
R.
– La fe pertenece a la esencia del sacramento. Ciertamente, es necesario
aclarar la cuestión jurídica planteada por la invalidez del sacramento a causa
de una evidente falta de fe. Un célebre canonista, Eugenio Corecco, decía que
el problema surge cuando es necesario concretar el grado de fe necesario para
que pueda realizarse la sacramentalidad. La doctrina clásica había admitido una
posición minimalista, exigiendo una simple intención implícita: “Hacer lo que
hace la Iglesia”. Corecco añadió que en el actual mundo globalizado,
multicultural y secularizado, en el que la fe no es un dato que se pueda
simplemente presuponer, es necesario exigir por parte de los contrayentes una
fe más explícita si realmente queremos salvar el matrimonio cristiano.
Quiero repetir de nuevo que dicha
cuestión está todavía en fase de estudio. Establecer un criterio válido y
universal al respecto no es ciertamente una cuestión fútil. En primer lugar,
porque las personas están en constante evolución, tanto por los conocimientos
que poco a poco adquieren con el paso de los años, como por su vida de fe. ¡El
aprendizaje y la fe no son datos estadísticos! A veces, en el momento de
contraer matrimonio, una determinada persona no era creyente; pero es también
posible que en su vida se haya dado un proceso de conversión, experimentando
así una “sanatio ex posteriori” de lo que en aquel momento era un grave defecto
de consentimiento.
En todo caso, deseo repetir que cuando
nos encontramos en presencia de un matrimonio válido, de ningún modo es posible
disolver ese vínculo: ni el Papa ni ningún otro obispo tienen autoridad para
hacerlo, porque se trata de una realidad que pertenece a Dios, no a ellos.
P.
– Se habla de la posibilidad de permitir a los cónyuges “rehacer su
vida”. Se ha dicho también que el amor entre cónyuges cristianos puede “morir”.
¿Puede verdaderamente un cristiano emplear esta fórmula? ¿Es posible que muera
el amor entre dos personas unidas por el sacramento del matrimonio?
R.
– Estas teorías son radicalmente erróneas. No se puede declarar acabado un
matrimonio con el pretexto de que el amor entre los cónyuges está “muerto”. La
indisolubilidad del matrimonio no depende de los sentimientos humanos,
permanentes o transitorios. Esta propiedad del matrimonio ha sido querida por
Dios mismo. El Señor se ha implicado en el matrimonio entre el hombre y la
mujer, por lo que el vínculo existe y tiene su origen en Dios. Esta es la
diferencia.
En su íntima realidad sobrenatural el
matrimonio incluye tres bienes: el bien de la recíproca fidelidad personal y
exclusiva (el “bonum fidei“); el bien de la acogida de los hijos y de su
educación en el conocimiento de Dios (el “bonum prolis“) y el bien de la
indisolubilidad o indestructibilidad del vínculo, que tiene por fundamento
permanente la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia, sacramentalmente
representada por la pareja (el “bonum sacramenti“). Por lo tanto, si
bien es posible para el cristiano suspender la comunión física de vida y de
amor, la denominada “separación de mesa y lecho”, no es lícito contraer un
nuevo matrimonio mientras viva el primer cónyuge, porque el vínculo
legítimamente contraído es perpetuo. El vínculo matrimonial indisoluble corresponde
de algún modo al carácter (“res et sacramentum“) impreso por el
bautismo, por la confirmación, por el sacramento del orden.
P. – A este propósito se habla también mucho de la importancia de la “misericordia”. ¿Se puede interpretar la misericordia como un “hacer excepciones” a la ley moral?
R.
– Si abrimos el Evangelio, vemos que también Jesús, dialogando con los fariseos
a propósito del divorcio, alude al binomio “divorcio” y “misericordia” (cfr. Mt
19, 3-12). Acusa a los fariseos de no ser misericordiosos, porque según su
engañosa interpretación de la Ley habían concluido que Moisés habría concedido
un supuesto permiso de repudiar a sus mujeres. Jesús les recuerda que la
misericordia de Dios existe como remedio de nuestra debilidad humana. Dios nos da
su gracia para que podamos serle fieles.
Esta es la verdadera dimensión de la
misericordia de Dios. Dios perdona también un pecado tan grave como el
adulterio; sin embargo, no permite otro matrimonio que pondría en duda un
matrimonio sacramental ya existente, matrimonio que expresa la fidelidad de
Dios. Hacer tal llamamiento a una presunta misericordia absoluta de Dios
equivale a un juego de palabras que no ayuda a aclarar los términos del
problema. En realidad, me parece que es un modo de no percibir la profundidad
de la auténtica misericordia divina.
Asisto con un cierto asombro al empleo,
por parte de algunos teólogos, del mismo razonamiento sobre la misericordia
como pretexto para favorecer la admisión a los sacramentos de los divorciados
vueltos a casar civilmente. La premisa de partida es que, desde el momento en
que es Jesús mismo quien ha tomado partido por los que sufren, ofreciéndoles su
amor misericordioso, la misericordia es la señal especial que caracteriza todo
seguimiento auténtico. Esto es verdad en parte. Sin embargo, una referencia
equivocada a la misericordia comporta el grave riesgo de banalizar la imagen de
Dios, según la cual Dios no sería libre, sino que estaría obligado a perdonar.
Dios no se cansa nunca de ofrecernos su misericordia: el problema es que somos
nosotros quienes nos cansamos de pedirla, reconociendo con humildad nuestro
pecado, como ha recordado con insistencia el Papa Francisco en el primer año y
medio de su pontificado.
Los datos de la Escritura revelan que,
junto a la misericordia, también la santidad y la justicia pertenecen al
misterio de Dios. Si ocultásemos estos atributos divinos y se banalizara la
realidad del pecado, no tendría ningún sentido implorar la misericordia de Dios
para las personas. Por eso se entiende que Jesús, después de haber tratado a la
mujer adúltera con gran misericordia, haya añadido como expresión de su amor:
“Vete y no peques más” (Jn 8, 11). La misericordia de Dios no es una dispensa
de los mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo
contrario: Dios, por infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia
para un cumplimiento pleno de sus mandamientos y de este modo restablecer en
nosotros, tras la caída, su imagen perfecta de Padre del Cielo.
P.
– Evidentemente aquí se plantea la relación entre el sacramento de la
eucaristía y el sacramento del matrimonio. ¿Cómo se puede entender la relación
entre ambos sacramentos?
R.
– La comunión eucarística es expresión de una relación personal y comunitaria
con
Jesucristo. A diferencia de nuestros hermanos protestantes y en línea con la tradición de la Iglesia, para los católicos ésta expresa la unión perfecta entre la cristología y la eclesiología. Por consiguiente, no puedo tener una relación personal con Cristo y con su verdadero Cuerpo presente en el sacramento del altar y, al mismo tiempo, contradecir al mismo Cristo en su Cuerpo místico, presente en la Iglesia y en la comunión eclesial. Por lo tanto, podemos afirmar sin error que si alguien se encuentra en situación de pecado mortal no puede y no debe acercarse a la comunión.
Jesucristo. A diferencia de nuestros hermanos protestantes y en línea con la tradición de la Iglesia, para los católicos ésta expresa la unión perfecta entre la cristología y la eclesiología. Por consiguiente, no puedo tener una relación personal con Cristo y con su verdadero Cuerpo presente en el sacramento del altar y, al mismo tiempo, contradecir al mismo Cristo en su Cuerpo místico, presente en la Iglesia y en la comunión eclesial. Por lo tanto, podemos afirmar sin error que si alguien se encuentra en situación de pecado mortal no puede y no debe acercarse a la comunión.
Esto sucede siempre, no sólo en el caso
de los divorciados vueltos a casar, sino en todos los casos en los que haya una
ruptura objetiva con lo que Dios quiere para nosotros. Éste es por definición
el vínculo que se establece entre los diversos sacramentos. Por ello, es
necesario estar muy atentos frente a una concepción inmanentista del sacramento
de la eucaristía, es decir, a una comprensión fundada sobre un individualismo
extremo, que subordine a las propias necesidades o a los propios gustos la
recepción de los sacramentos o la participación en la comunión eclesial.
Para algunos la clave del problema es el
deseo de comulgar sacramentalmente, como si el simple deseo fuera un derecho.
Para otros muchos, la comunión es sólo una manera de expresar la pertenencia a
una comunidad. Ciertamente, el sacramento de la eucaristía no puede ser
concebido de modo reductivo como expresión de un derecho o de una identidad
comunitaria: ¡la eucaristía no puede ser un “social feeling”!
A menudo se sugiere dejar la decisión de
acercarse a la comunión eucarística a la conciencia personal de los divorciados
vueltos a casar. También este argumento expresa un dudoso concepto de
“conciencia”, que fue rechazado por la Congregación para la Doctrina de la Fe
en 1994. Antes de acercarse a recibir la comunión, los fieles saben que tienen
que examinar su conciencia, lo que les obliga a formarla continuamente y, por
lo tanto, a ser apasionados buscadores de la verdad.
En esta dinámica tan peculiar, la
obediencia al magisterio de la Iglesia no es una carga, sino una ayuda para
descubrir la tan anhelada verdad sobre el propio bien y el de los otros.
P.
– Aquí surge el gran desafío de la relación entre doctrina y vida. Se
ha dicho que, sin tocar la doctrina, ahora es necesario adaptarla a la
“realidad pastoral”. Esta adaptación supondría que la doctrina y la praxis
pastoral podrían seguir, de hecho, caminos distintos.
R.
– La separación entre vida y doctrina es propia del dualismo gnóstico. Como lo
es separar justicia y misericordia, Dios y Cristo, Cristo Maestro y Cristo
Pastor o separar a Cristo de la Iglesia. Hay un solo Cristo. Cristo es el
garante de la unidad entre la Palabra de Dios, la doctrina y el testimonio con
la propia vida. Todo cristiano sabe que sólo a través de la sana doctrina
podemos conseguir la vida eterna.
Las teorías que usted ha planteado
intentan describir la doctrina católica como una especie de museo de las
teorías cristianas: una especie de reserva que interesaría sólo a ciertos
especialistas. La vida, por su parte, no tendría nada que ver con Jesucristo
tal como Él es y como nos lo muestra la Iglesia. El cristianismo que todos
juzgan tan severo se estaría convirtiendo en una nueva religión civil,
políticamente correcta, reducida a algunos valores tolerados por el resto de la
sociedad. De este modo se alcanzaría el objetivo inconfesable de algunos:
arrinconar la Palabra de Dios para poder dirigir ideológicamente a toda la
sociedad.
Jesús no se encarnó para exponer algunas
simples teorías que tranquilizaran la conciencia y dejaran, en el fondo, las
cosas como están. El mensaje de Jesús es una vida nueva. Si alguien razonara y
viviera separando la vida de la doctrina, no sólo deformaría la doctrina de la
Iglesia transformándola en una especie de pseudofilosofía idealista, sino que
se engañaría a sí mismo. Vivir como cristiano comporta vivir a partir de la fe
en Dios. Adulterar este esquema significa realizar el temido compromiso entre
Dios y el demonio.
P.
– Para defender la posibilidad de que un cónyuge pueda “rehacer su
vida” con un segundo matrimonio estando en vida aún el primer cónyuge, se ha
recurrido a algunos testimonios de los Padres de la Iglesia que parecerían
tender a una cierta condescendencia hacia estas nuevas uniones.
R.
– Es cierto que en el conjunto de la patrística se pueden encontrar distintas
interpretaciones o adaptaciones a la vida concreta; no obstante, no hay ningún
testimonio de los Padres orientado a una aceptación pacífica de un segundo
matrimonio cuando el primer cónyuge está aún en vida.
Ciertamente, en el Oriente cristiano ha
tenido lugar una cierta confusión entre la legislación civil del emperador y
las leyes de la Iglesia, lo que ha producido una práctica distinta que en
determinados casos ha llegado a admitir el divorcio. Pero bajo la guía del
Papa, la Iglesia católica ha desarrollado en el curso de los siglos otra
tradición, recogida en el código de derecho canónico actual y en el resto de la
normativa eclesiástica, claramente contraria a cualquier intento de
secularizar el matrimonio. Lo mismo ha sucedido en varios ambientes cristianos
de Oriente.
A veces he descubierto cómo se aíslan y
descontextualizan algunas citas puntuales de los Padres para sostener así la
posibilidad de un divorcio y de un segundo matrimonio. No creo que sea
correcto, desde el punto de vista metodológico, aislar un texto, quitarlo del
contexto, transformarlo en una cita aislada, desvincularlo del marco global de
la tradición. Toda la tradición teológica y magisterial debe ser interpretada a
la luz del Evangelio y en lo que atañe al matrimonio encontramos algunas
palabras del propio Jesús absolutamente claras. No creo que sea posible una
interpretación distinta de lo que ya ha sido señalada hasta ahora por la
tradición y el magisterio de la Iglesia sin ser infieles a la Palabra revelada.
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