«Perdona
la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados» (Si
28, 2).
Esta Palabra de vida está
tomada de uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre los años 180
y 170 antes de Cristo por Ben Sira, sabio y escriba que desempeñaba su labor de
maestro en Jerusalén. Este enseña un tema muy querido por toda la tradición
sapiencial bíblica: Dios es misericordioso con los pecadores, y nosotros
debemos imitar su modo de actuar. El Señor perdona todas nuestras culpas porque
«es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (cf. Sal
103, 3.8). Pasa por alto nuestros pecados (cf. Sb 11, 23), los olvida
volviéndoles la espalda (cf. Is 38, 17). Pues, como sigue diciendo Ben Sira, conociendo
nuestra pequeñez y miseria, «multiplica el perdón». Dios perdona porque, como
cualquier padre y cualquier madre, quiere a sus hijos, y por eso los disculpa
siempre, cubre sus errores, les da confianza y los alienta sin cansarse nunca.
Y puesto que Dios es padre
y madre, a él no le basta con amar y perdonar a sus hijos e hijas. Su gran
deseo es que se traten como hermanos y hermanas, que estén de acuerdo, que se
quieran, que se amen. La fraternidad universal: este es el gran proyecto de
Dios sobre la humanidad. Una fraternidad más fuerte que las inevitables
divisiones, tensiones y rencores que tan fácilmente se insinúan debido a
incomprensiones y errores.
Con frecuencia las familias
se deshacen porque no sabemos perdonar. Viejos rencores mantienen la división
entre familiares, entre grupos sociales, entre pueblos. Incluso hay quien
enseña a no olvidar las ofensas sufridas, a cultivar sentimientos de
venganza... Y un rencor sordo envenena el alma y corroe el corazón.
Hay quien piensa que el
perdón es una debilidad. No, es la expresión de una valentía extrema, es amor
verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado. «Si amáis a los que
os aman, ¿qué mérito tenéis? -dice Jesús-. Esto lo saben hacer todos. Vosotros
amad a vuestros enemigos» (cf. Mt 5,42-47).
También a nosotros se nos
pide, aprendiéndolo de Él, que tengamos un amor de padre, de madre, un amor de
misericordia con todos aquellos que encontremos durante el día, especialmente
con los que se equivocan. Pero además, a todos los que están llamados a vivir
una espiritualidad de comunión, o sea, la espiritualidad cristiana, el Nuevo
Testamento les pide aún más: «Perdonaos mutuamente» (cf. Col 3, 13). El amor
recíproco exige poco menos que un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos
a perdonarnos unos a otros. Solo así podremos contribuir a crear la fraternidad
universal.
«Perdona
la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados».
Estas palabras no solo nos
invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición
necesaria para que también a nosotros se nos pueda perdonar. Dios nos escucha y
nos perdona en la medida en que sepamos perdonar. El propio Jesús nos advierte:
«La medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7, 2). «Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Pues si el
corazón está endurecido por el odio, ni siquiera es capaz de reconocer ni de
acoger el amor misericordioso de Dios.
Entonces ¿cómo vivir esta
Palabra de vida? Ciertamente, perdonando inmediatamente si hubiera alguien con
quien aún no estemos reconciliados. Pero no basta con eso. Será necesario
rebuscar por los recovecos más recónditos de nuestro corazón y eliminar incluso
la simple indiferencia, la falta de benevolencia, cualquier actitud de
superioridad o de descuido con cualquiera que pase a nuestro lado.
Es más, hacen falta medidas
preventivas. Por eso, cada mañana veré con una mirada nueva a todos aquellos
con quienes me encuentre -en la familia, en clase, en el trabajo, en la
tienda-, dispuesto a pasar por alto lo que no esté bien en su modo de actuar,
dispuesto a no juzgar, a darles confianza, a tener siempre esperanza, a creer
siempre; me acercaré a cada persona con esta amnistía completa en el corazón,
con este perdón universal; no recordaré en absoluto sus defectos, lo cubriré
todo con el amor. Y a lo largo del día procuraré reparar un desaire o una
reacción de impaciencia pidiendo perdón o con un gesto de amistad, sustituir
una actitud de rechazo instintivo hacia el otro por una actitud de plena
acogida, de misericordia sin límites, de perdón completo, de participación y
atención a sus necesidades.
Así, cuando eleve mi
oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis fallos, también yo
veré atendida mi petición y podré decir con plena confianza: «Perdona nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12).
Chiara Lubich
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