«Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed, sino que esa agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna» (Jn 4,13-14).
En esta perla del Evangelio que es la conversación con la samaritana, en las inmediaciones del pozo de Jacob, Jesús habla del agua como del elemento más sencillo, pero que se presenta como el más deseado, el más vital para quien está familiarizado con el desierto. No necesitaba muchas explicaciones para hacer comprender el significado del agua.
El agua del manantial es para la vida natural, mientras que el agua viva, de la que habla Jesús, es para la vida eterna.
Del mismo modo que el desierto florece sólo después de una lluvia abundante, así las semillas depositadas en nosotros con el bautismo pueden germinar únicamente si están regadas por la Palabra de Dios. Y la planta crece, da nuevos brotes y adquiere la forma de un árbol o de una bellísima flor. Y todo esto porque recibe el agua viva de la Palabra que suscita la vida y la mantiene para la eternidad.
«Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed, sino que esa agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna».
Las palabras de Jesús están dirigidas a todos nosotros, los sedientos del mundo: todos aquellos que son conscientes de su aridez espiritual y sienten todavía los golpes de sed y aquellos que ya no advierten ni siquiera la necesidad de beber de la fuente de la verdadera vida y de los grandes valores de la humanidad.
Pero, en el fondo, Jesús dirige una invitación a todos los hombres y mujeres del mundo, desvelándonos dónde podemos encontrar la respuesta a nuestros porqués y la plena satisfacción de nuestros deseos.
Por tanto, a todos nosotros, nos corresponde acudir a sus palabras, dejarnos empapar por su mensaje.
¿Cómo?
Reevangelizando nuestra vida, cotejándola con sus palabras, tratando de pensar con la mente de Jesús y de amar con su corazón.
Cada momento en el que intentamos vivir el Evangelio es una gota del agua viva que bebemos.
Cada gesto de amor por nuestro prójimo es un sorbo de esa agua.
Sí, porque esa agua tan viva y preciosa tiene esta particularidad: brota en nuestro corazón cada vez que lo abrimos al amor por todos. Es una fuente -la de Dios- en la medida en la que su veta profunda sirve para calmar la sed de los demás con pequeños o grandes actos de amor.
«Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed, sino que esa agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna».
Por tanto, hemos comprendido que, para no tener sed, debemos dar el agua viva que tomamos de Él en nosotros mismos.
Bastará una palabra, a veces una sonrisa, una sencilla señal de solidaridad, para darnos de nuevo un sentimiento de plenitud, de satisfacción profunda, un torrente de alegría. Y si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida manará agua cada vez más abundante, sin secarse nunca.
Y todavía hay otro secreto que Jesús nos reveló, una especie de pozo sin fondo al que acudir: cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, Él está en medio de ellos. Y entonces, nos sentimos libres, uno y llenos de luz, y torrentes de agua viva brotarán de nuestro seno. Es la promesa de Jesús que se hace realidad porque de Él mismo, presente en medio de nosotros, mana el agua que quita la sed para la eternidad.
Chiara Lubich