Queridísimos
hermanos obispos, Queridísimos hermanos y hermanas.
En esta Basílica, a la
que todo cristiano mira con profunda veneración, llega a su culmen la
peregrinación que estoy realizando junto con mi amado Hermano en Cristo, Su
Santidad Bartolomé. Peregrinamos siguiendo las huellas de nuestros
predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, quienes, con coraje y
docilidad al Espíritu Santo, hicieron posible, hace cincuenta años, en la
Ciudad Santa de Jerusalén, el encuentro histórico entre el Obispo de Roma y el
Patriarca de Constantinopla
Saludo cordialmente a
todos los presentes. De modo particular, agradezco vivamente, por haber hecho
posible este Encuentro, a Su Beatitud Teófilo, que ha querido dirigirnos
gentiles palabras de bienvenida, como así también a Su Beatitud Nourhan
Manoogian y al Reverendo Padre Pierbattista Pizzaballa
Es una gracia
extraordinaria estar aquí reunidos en oración. El Sepulcro vacío, ese sepulcro
nuevo situado en un jardín, donde José de Arimatea devotamente colocó el Cuerpo
de Jesús, es el lugar de donde parte el anuncio de la Resurrección: “No teman,
yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha
resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en
seguida a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos».” (Mt 28,5-7).
Este anuncio, confirmado por el testimonio de aquellos a quienes se apareció el
Señor Resucitado, es el corazón del mensaje cristiano, trasmitido fielmente de
generación en generación, como afirma desde el principio el Apóstol Pablo: “Les
he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por
nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer
día, de acuerdo con la Escritura.” (1 Co 15,3-4). Es el fundamento de
la fe lo que nos une, gracias a la cual juntos profesamos que Jesucristo,
Unigénito Hijo del Padre y Nuestro Único Señor, “padeció bajo el poder de
Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y
al tercer día resucitó de entre los muertos” (Símbolo de los Apóstoles). Cada
uno de nosotros, todo bautizado en Cristo, ha resucitado espiritualmente desde
este Sepulcro, porque todos en el Bautismo fuimos realmente incorporados al
Primogénito de toda la Creación, sepultados con Él, para ser resucitados con Él
y poder caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4).
Recibamos la gracia especial de este momento. Detengámonos con devoto
recogimiento ante el Sepulcro vacío, para redescubrir la grandeza de nuestra
vocación cristiana: somos hombres y mujeres de resurrección, no de muerte. Aprendamos
de este lugar, a vivir nuestra vida, los afanes de nuestras Iglesias y del
mundo entero a la luz de la mañana de Pascua.
Cada herida, cada
sufrimiento, cada dolor, fueron cargados en los mismos hombros del Buen Pastor
que se ofreció a sí mismo y con su sacrificio nos abrió el paso a la vida
eterna. Sus llagas abiertas son la apertura a través de las cuales se revela al
mundo el torrente de su misericordia. ¡No nos dejemos robar el fundamento de
nuestra esperanza!, que es justamente esta “χριστος ανεστη” (Christos Anesti =
¡Cristo ha resucitado!) ¡No privemos al mundo del gozoso anuncio de la
Resurrección! Y no seamos sordos al fuerte llamado a la Unidad que resuena
precisamente desde este lugar, en las palabras de Aquél que, resucitado, nos
llama a todos nosotros “mis hermanos” (cf. Mt 28,10; Jn 20,17).
Ciertamente, no podemos
negar las divisiones que todavía existen entre nosotros, discípulos de Jesús.
Este Sagrado Lugar nos hace advertir el drama con mayor sufrimiento. Y, sin
embargo, a cincuenta años del abrazo de aquellos dos venerables Padres,
reconozcamos con gratitud y renovado estupor que fue posible, por impulso del
Espíritu Santo, dar pasos realmente importantes hacia la Unidad. Somos
conscientes que queda todavía por recorrer otro camino para alcanzar aquella
Plenitud de Comunión que pueda expresarse también al compartir la misma Mesa
Eucarística, que ardientemente deseamos; pero las divergencias no deben
asustarnos, ¡no deben asustarnos! Y paralizar nuestro camino. Tenemos que creer
que, al igual que fue removida la piedra del Sepulcro, así también podrán ser
removidos todos los obstáculos que todavía impiden la Plena Comunión entre
nosotros. Será una gracia de resurrección, que ya hoy podemos pregustar. Cada
vez que pidamos perdón los unos a los otros, por los pecados cometidos, contra
otros cristianos y cada vez que tengamos el coraje de conceder y de recibir
este perdón, nosotros experimentamos la Resurrección. Cada vez que se superen
antiguos prejuicios, tenemos el coraje de promover nuevas relaciones fraternas,
nosotros confesamos que Cristo verdaderamente ha resucitado. Siempre que
pensamos el futuro de la Iglesia a partir de su vocación a la Unidad, brilla la
luz de la mañana de Pascua. A este respecto, deseo renovar la voluntad ya expresada
por mis Predecesores, de mantener un diálogo con todos los hermanos en Cristo
para encontrar una forma de ejercicio del ministerio propio del Obispo de Roma
que, en conformidad con su misión, se abra a una nueva situación y pueda ser,
en el contexto actual, un servicio de amor y de Comunión reconocido por todos
(cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 95-96).
Mientras permanecemos
como peregrinos en estos Santos Lugares, recordamos en nuestra oración a toda
la Región de Medio Oriente, desgraciadamente y con frecuencia, marcada por la
violencia y los conflictos. Y no nos olvidamos en nuestras oraciones de tantos
otros hombres y mujeres que, en diversas partes del mundo, sufren a causa de la
guerra, de la pobreza, del hambre; así como de los numerosos cristianos
perseguidos por su fe en el Señor Resucitado. Cuando cristianos de diversas
confesiones se encuentran para sufrir juntos, unos al lado de los otros, y se
prestan, los unos a los otros, ayuda con caridad fraterna, se realiza un
Ecumenismo del sufrimiento, se realiza el Ecumenismo de sangre, que posee una
particular eficacia no sólo en por el contexto en los lugares donde esto se
produce, sino, en virtud de la Comunión de los Santos, también para toda la
Iglesia.Aquellos que por odio a la fe, asesinan y persiguen a los cristianos,
no les preguntan si son ortodoxos o son católicos, ¡son cristianos y la sangre
cristiana es la misma!
Santidad, amado Hermano, queridísimos hermanos todos: dejemos de lado los
recelos que hemos heredado del pasado y abramos nuestro corazón a la acción del
Espíritu Santo, el Espíritu del Amor (cf. Rm 5,5), para caminar
juntos, enviados hacia el día bendecido de nuestro reencuentro en plena
comunión. En este camino nos sentimos sostenidos por la oración que Jesús
mismo, en esta Ciudad, en la vigilia de su Pasión, Muerte y Resurrección, elevó
al Padre por sus discípulos, y que no nos cansemos, con humildad, de hacer
nuestra:
“Que sean una sola cosa… para que el mundo crea” (Jn 17,21).
Que cuando la desunión
nos haga pesimistas, poco valientes, desalentados, vayamos todos bajo el Manto
de la Santa Madre de Dios. Cuando en el alma cristiana hay turbulencias
espirituales, solamente bajo el Manto de la Santa Madre de Dios encontraremos
paz. Que Ella nos ayude en este camino.