«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el
que tenga comida, haga lo mismo» (Lc 3,
11).
En este tiempo de Adviento, que nos prepara
para la Navidad, se nos vuelve a proponer la figura de Juan el Bautista,
mandado por Dios a preparar los caminos para la venida del Mesías. A quienes
acudían a él, les pedía un profundo cambio de vida: «Dad el fruto que pide la
conversión» (Lc 3, 8). Y si le preguntaban: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3,
10), respondía:
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el
que tenga comida, haga lo mismo».
¿Por qué dar al otro de lo mío? Porque el
otro, creado por Dios como yo, es mi hermano, mi hermana; o sea, es parte de
mí. «No puedo herirte sin hacerme daño», decía Gandhi. Hemos sido creados el
uno como un don para el otro, a imagen de Dios, que es Amor. Tenemos inscrita
en nuestra sangre la ley divina del amor. Jesús nos lo reveló con claridad al
venir en medio de nosotros, cuando nos dio su mandamiento nuevo: «Amaos unos a
otros como yo os he amado» (cf. Jn 13,34). Es la «ley del Cielo», la vida de la
Santísima Trinidad traída a la tierra, el núcleo del Evangelio. Así como el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en el Cielo en la plenitud de la comunión,
hasta ser uno (cf. Jn 17, 11), también en la tierra somos nosotros mismos en la
medida en que vivimos la reciprocidad del amor. Y así como el Hijo le dice al
Padre: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo, mío» (Jn 17, 10), también entre
nosotros el amor se realiza en plenitud allí donde se comparten no solo los
bienes espirituales, sino también los materiales.
Las necesidades de un prójimo nuestro son las
necesidades de todos. ¿Que uno no tiene trabajo? Me falta a mí. ¿Que hay quien
tiene a su madre enferma? La ayudo como si fuese la mía. ¿Que otros pasan
hambre? Es como si yo pasase hambre, y trato de proporcionarles comida como lo
haría para mí mismo.
Esta es la experiencia de los primeros
cristianos de Jerusalén: «Tenían un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba
suyo propio a nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4,32).
Esta comunión de bienes, si bien no era obligatoria, la vivían entre ellos
intensamente. No se trataba de someter a estrecheces a unos para aliviar a
otros, como explicará el apóstol Pablo: «se trata de igualar» (2 Co 8, 13).
San Basilio de Cesarea dice: «El pan que
retienes es del hambriento; el manto que custodias en tus armarios es del que
está desnudo [...], el dinero que tienes enterrado es del necesitado».
Y san Agustín: «Lo superfluo de los ricos es
necesario a los pobres».
«Hasta los pobres tienen con qué ayudarse
unos a otros: uno puede prestar sus piernas al cojo, el otro, los ojos al ciego
para guiarlo; otro puede visitar a los enfermos».
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el
que tenga comida, haga lo mismo».
También hoy podemos vivir como los primeros
cristianos. El Evangelio no es una utopía. Lo demuestran, por ejemplo, los
nuevos movimientos eclesiales que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia
para hacer que reviva con pujanza la radicalidad evangélica de los primeros
cristianos y para responder a los grandes desafíos de la sociedad de hoy, donde
son tan fuertes las injusticias y las pobrezas.
Recuerdo los inicios del Movimiento de los
Focolares, cuando el nuevo carisma nos infundía en el corazón un amor muy
especial por los pobres. Cuando nos los encontrábamos por la calle, apuntábamos
su dirección en una libreta para luego ir a verlos y a socorrerlos; eran Jesús:
«Conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Después de haberlos visitado en sus
chabolas, los invitábamos a comer en nuestra casa. Para ellos poníamos el
mantel más bonito, los mejores cubiertos, la comida más selecta. En el primer
focolar, a nuestra mesa se sentaban a comer una focolarina y un pobre, una
focolarina y un pobre...
En un momento dado nos pareció que el Señor
nos pedía precisamente a nosotros que nos hiciésemos pobres para servir a los
pobres y a todos. Entonces, en una habitación del primer focolar, cada una puso
allí en el centro lo que pensaba que le sobraba: un chaquetón, un par de
guantes, un sombrero, incluso un abrigo de piel... Y hoy, para dar a los
pobres, ¡tenemos empresas que dan trabajo y que reparten sus beneficios!.
Pero siempre queda mucho que hacer por «los
pobres».
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el
que tenga comida, haga lo mismo».
Tenemos muchas riquezas para poner en común,
aunque no lo parezca. Tenemos que afinar la sensibilidad y adquirir
conocimientos para poder ayudar concretamente y encontrar el modo de vivir la
fraternidad. Tenemos afecto en el corazón para dar, cordialidad para demostrar,
alegría para comunicar. Tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones,
riquezas interiores que poner en común, de palabra o por escrito; pero a veces
también tenemos cosas, bolsos, bolígrafos, libros, dinero, casas, vehículos que
podemos ofrecer... Quizá acumulamos muchas cosas pensando que algún día podrán
sernos útiles, y mientras tanto tenemos alguien al lado que lo necesita con
urgencia.
Igual que las plantas solo absorben del
terreno el agua que necesitan, tratemos también nosotros de tener solo lo que
sea necesario. Es mejor darnos cuenta de vez en cuando de que nos falta algo;
mejor ser un poco pobres que un poco ricos.
«Si cada uno, proveyéndose de lo
imprescindible para su necesidad, dejara al necesitado lo que excede, no habría
ni rico ni pobre».
Probemos, comencemos a vivir así.
Ciertamente, Jesús no dejará de mandamos el céntuplo, y podremos seguir dando.
Al final nos dirá que lo que hemos dado, a quien sea, se lo hemos dado a Él.
Chiara Lubich
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