«Jesús le dice: "Dame de beber"» (Jn 4, 7).
Jesús deja la región de Judea en dirección a
Galilea. El camino lo lleva a cruzar Samaría. A mitad de jornada, a pleno sol,
cansado por el camino, se sienta en el pozo que el patriarca Jacob había hecho
700 años atrás. Tiene sed, pero no tiene cubo para sacar agua. El pozo es
hondo, 35 metros, como se puede ver aún en nuestros días.
Sus discípulos han ido al pueblo a comprar algo de
comer. Jesús se ha quedado solo. Llega
una mujer con un cántaro, y él,
sencillamente, le pide de beber. Es una petición que va contra las usanzas de
la época: un hombre no se dirige directamente a una mujer, y menos si es una
desconocida. Además, entre judíos y samaritanos hay divisiones y prejuicios religiosos:
Jesús es judío, y la mujer, samaritana. La confrontación e incluso el odio
entre los dos pueblos tiene raíces profundas, de origen histórico y político. Y
hay una barrera más entre él y ella, de tipo moral: la samaritana ha tenido
varios hombres y vive en situación irregular. Quizá por eso precisamente no
viene a sacar agua con las demás mujeres, por la mañana o al atardecer, sino a
una hora insólita como aquella: a mediodía, para evitar sus comentarios.
Jesús no se deja condicionar por ningún tipo de
barrera y entabla un diálogo con la extranjera. Quiere entrar en su corazón, y
le pide:
"Dame de beber".
Se reserva un regalo para ella, el regalo de un agua
viva: «El que tenga sed, que venga a mí, y beba el que cree en mí», lo oirán
gritar más tarde en el templo de Jerusalén (Jn 7, 37). El agua es esencial para
todo tipo de vida, y resulta aún más preciada en lugares áridos, como
Palestina. Lo que Jesús quiere dar es un agua viva, como símbolo de la
revelación de un Dios que es Padre, y es amor, el Espíritu Santo, la vida
divina que Él vino a traer. Todo lo que Él da es vivo y para la vida: Él mismo
es el pan vivo (cf. 6, 51ss.), es la Palabra que da la vida (cf. 5,25), es
simplemente la Vida (cf. 11,25-26). En la cruz -dice también Juan, que fue testigo
de ello- cuando uno de los soldados le traspasó el costado con la lanza, «al
punto salió sangre y agua» (19, 34): es el don extremo y total de sí mismo.
Pero Jesús no impone. Ni siquiera reprende a la
mujer por su convivencia irregular. Él, que todo lo puede dar, pide, porque en
verdad necesita que ella le dé:
"Dame de beber".
Pide porque está cansado, tiene sed. Él, el Señor de
la vida, se hace mendigo, sin esconder su humanidad real.
También pide porque sabe que si la otra da, podrá
abrirse más fácilmente y disponerse a acoger a su vez.
Esta petición da lugar a un coloquio a base de
argumentos, equívocos y pensamientos profundos, al término del cual Jesús puede
revelar su identidad. El diálogo ha derribado las barreras defensivas y ha
llevado a descubrir la verdad, el agua que Él ha venido a traer. La mujer deja
lo más preciado que tiene en ese momento, su cántaro, porque ha encontrado otra
riqueza, y corre a la ciudad para iniciar, a su vez, un diálogo con los
vecinos. Tampoco ella impone, sino que relata lo ocurrido, comunica su
experiencia y plantea un interrogante sobre la persona que ha conocido y que le
ha pedido:
"Dame de beber".
En esta página del Evangelio me parece captar una
enseñanza para el diálogo ecuménico, cuya urgencia se nos recuerda cada año en
este mes. La «Semana de oración por la unidad de los cristianos» nos lleva a
tomar conciencia de la división escandalosa entre las Iglesias, que se mantiene
desde hace demasiados años, y nos invita a acelerar los tiempos de una comunión
profunda que traspase cualquier barrera, igual que Jesús superó las fracturas
entre judíos y samaritanos.
La falta de unidad entre los cristianos es solo una
de tantas faltas de unidad que nos desgarran en todo tipo de ámbitos,
alimentadas por malentendidos, confrontaciones en la familia o en la comunidad
de vecinos, tensiones en la oficina, rencor hacia los inmigrantes. Las barreras
que en muchos casos nos dividen pueden ser de tipo social, político, religioso
o simplemente fruto de distintas costumbres culturales que no sabemos aceptar.
Son estas las que desencadenan los conflictos entre naciones y etnias, pero
también hostilidad en el barrio. ¿No podríamos, como Jesús, abrimos al otro por
encima de diferencias y prejuicios? ¿Por qué no escuchar, independientemente de
cómo se formule, una demanda de comprensión, de ayuda, de un poco de atención?
En quien es de un bando contrario o de distinta extracción cultural, religiosa
o social, también se esconde un Jesús que se dirige a nosotros y nos pide:
"Dame de beber".
Me viene a la mente otra palabra similar de Jesús,
que pronunció en la cruz y que también recoge el Evangelio de Juan: «Tengo sed»
(19, 28). Es la necesidad primordial, expresión de cualquier otra necesidad. En
toda persona necesitada, desempleada, sola, extranjera, aunque sea de otro
credo o convicción religiosa, aunque sea hostil, podemos reconocer a Jesús, que
nos dice: «Tengo sed», y que nos pide: «Dame de beber». Basta con ofrecer un
vaso de agua, dice el Evangelio, para obtener una recompensa (cf. Mt 10, 42),
para entablar el diálogo que recompone la fraternidad.
También nosotros, por nuestra parte, podemos
expresar nuestras necesidades sin avergonzamos de «tener sed», y pedir a
nuestra vez: «Dame de beber». Así podrá iniciarse un diálogo sincero y una
comunión concreta sin miedo de la diversidad, de exponemos a compartir lo que
pensamos ni de acoger lo que el otro piensa. Podremos aprovechar, sobre todo,
el potencial de quien tenemos enfrente, los valores que tiene, aunque estén
escondidos; como hizo Jesús, que supo reconocer en la mujer algo que Él no
podía hacer: sacar agua.
Fabio
Ciardi