«Me he hecho todo para todos» (1 Co 9, 22)
En su primera carta a la comunidad de
Corinto, de la que está tomada la Palabra de vida de este mes, Pablo debe
defenderse de la escasa consideración que muestran ciertos cristianos respecto
a él, los cuales ponían en duda o negaban su identidad de apóstol. Después de
haber reivindicado de pleno derecho esta calificación por haber «visto a
Jesucristo» (cf. 9, 1), Pablo explica el porqué de su comportamiento humilde y
modesto, que lo lleva a renunciar a cualquier compensación por su trabajo. Aun
pudiendo hacer valer su autoridad y derechos como apóstol, prefiere hacerse
«esclavo de todos». Esta es su estrategia evangélica.
Se hace solidario con cualquier categoría de
personas hasta convertirse en uno de ellos, con el fin de llevar allí la
novedad del Evangelio. Hasta cinco veces repite «me he hecho» uno con el otro:
con los judíos, por amor a ellos, se somete a la ley mosaica a pesar de no
considerarse vinculado a ella; con los no judíos, que no siguen la ley de
Moisés, también él vive como si no tuviese la ley mosaica, cuando sí que tiene
una ley exigente, Jesús mismo; con aquellos a los que se llamaba «débiles»
-probablemente cristianos escrupulosos, que se planteaban el problema de comer
o no las carnes inmoladas a los ídolos-, también él se hace débil a pesar de
ser «fuerte» y de sentir una gran libertad. En una palabra, se hace «todo para
todos».
Cada vez repite que actúa para «ganar»
algunos a Cristo, para «salvar» a toda costa al menos a alguno. No se hace
ilusiones, no tiene expectativas triunfalistas, sabe bien que solo algunos
responderán a su amor; y no obstante, ama a todos y se pone al servicio de
todos siguiendo el ejemplo del Señor, que vino «a servir y a dar su vida en
rescate por muchos» (Mt 20, 28). ¿Quién se ha hecho uno con nosotros más que
Jesucristo? Él, que era Dios, «se despojó de sí mismo tomando la condición de
esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 7).
«Me he hecho todo para todos».
Chiara Lubich hizo de esta palabra uno de los
puntos clave de su «arte de amar», sintetizado en la expresión hacerse uno. En
ello vio una expresión de la diplomacia de la caridad. Dejó escrito: «Cuando
uno llora, debemos llorar con él. Y si ríe, gozar con él. Así se reparte la cruz,
al ser llevada por muchos hombros, y se multiplica la alegría, compartida por
muchos corazones. [...] Hacerse uno con el prójimo por amor a Jesús, con el
amor de Jesús, hasta que el prójimo, dulcemente herido por el amor de Dios en
nosotros, quiera hacerse uno con nosotros, en un intercambio recíproco de
ayudas, ideales, proyectos y afectos. [...] Esta es la diplomacia de la
caridad, que tiene muchas expresiones y manifestaciones de la diplomacia
ordinaria, por lo cual no dice todo lo que podría decir, pues no le gustaría al
hermano y no le agradaría a Dios; sabe esperar, sabe hablar y sabe llegar a la
meta. Divina diplomacia del Verbo, que se hace carne para divinizarnos».
Con fina pedagogía, Chiara identifica también
los obstáculos cotidianos que se interponen en el hacerse uno: «A veces son las
distracciones, otras veces el deseo inoportuno de expresar precipitadamente
nuestra idea, de dar nuestro consejo a destiempo. En otras ocasiones estamos
poco dispuestos a hacernos uno con el prójimo porque no creemos que comprenda
nuestro amor, o nos vemos frenados por otros juicios con relación a él. Otras
veces el obstáculo que nos lo impide es un interés oculto de conquistarlo para
nuestra causa». Por eso «es totalmente necesario cortar o posponer todo cuanto
llene nuestra mente y nuestro corazón para hacernos uno con los otros». Es,
pues, un amor continuo e incansable, perseverante y desinteresado, que se
encomienda a su vez al amor de Dios, más grande y potente.
Son indicaciones valiosas que podrán ayudarnos
a vivir la Palabra de vida en este mes, a ponernos a escuchar sinceramente al
otro, a comprenderlo desde dentro, a identificarnos con lo que vive y lo que
siente, compartiendo sus preocupaciones y alegrías:
«Me he hecho todo para todos».
No podemos interpretar esta invitación
evangélica como una llamada a renunciar a nuestras convicciones, como si
aprobásemos de modo acrítico cualquier modo de actuar del otro o no tuviésemos
una propuesta de vida o un pensamiento propios. Si hemos amado hasta el punto
de convertirnos en el otro, y si lo que compartimos ha sido un don de amor y ha
creado una relación sincera, podemos y debemos expresar nuestra idea, aunque
quizá pueda caer mal, pero permaneciendo siempre en actitud del más profundo
amor. Hacerse uno no es señal de debilidad, no es buscar una convivencia
tranquila y pacífica, sino expresión de una persona libre que se pone al
servicio; requiere valentía y determinación.
Es importante también tener presente la
finalidad del hacerse uno.
La frase de Pablo que vamos a vivir este mes
continúa, como ya hemos aludido, con la expresión: «... para ganar, sea como
sea, a algunos». Pablo justifica su «hacerse todo» con el deseo de llevar a la
salvación. Es el vía libre para entrar en el otro, para hacer que aflore
plenamente el bien y la verdad que ya habitan en él, para quemar posibles
errores y depositar la semilla del Evangelio: una tarea que para el Apóstol no
conoce límites ni excusas, a la cual no puede faltar porque se la ha
encomendado Dios mismo, y que debe cumplir «sea como sea», con esa inventiva de
la que solo el amor es capaz.
Esta intención es la que otorga la motivación
última a nuestro hacernos uno. También a la política y al comercio les interesa
acercarse a las personas, entrar en su pensamiento, entender sus anhelos y
necesidades, pero siempre buscan una contrapartida. En cambio, «la diplomacia
divina -sigue diciendo Chiara- tiene esto de grande y de propio, tal vez solo
suyo: que se mueve por el bien del otro y, por tanto, está desprovista de toda
sombra de egoísmo».
Así pues, hacerse uno para ayudar a todos a
crecer en el amor y así contribuir a realizar la fraternidad universal, el
sueño de Dios sobre la humanidad, el motivo por el que Jesús dio la vida.
Fabio Ciardi.