«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame» (Mt 16, 24).
Jesús está en la plenitud de su
vida pública, en medio de su anuncio de que el Reino de Dios está cerca, y se
prepara para ir a Jerusalén. Sus discípulos, que han intuido la grandeza de su
misión y han reconocido en ÉI al Enviado de Dios que todo el pueblo de Israel
aguardaba, esperan por fin liberarse del poder de Roma y ver el alba de un
mundo mejor, portador de paz y prosperidad.
Pero Jesús no quiere alimentar
esas ilusiones; dice claramente que su viaje hacia Jerusalén no lo llevará al
triunfo, sino más bien al rechazo, al sufrimiento y a la muerte; revela también
que al tercer día resucitará. Son palabras tan difíciles de entender y de
aceptar que Pedro reacciona y muestra su rechazo a un proyecto tan absurdo;
incluso intenta disuadir a Jesús.
Después de una seria regañina a
Pedro, Jesús se dirige a todos los discípulos con una invitación
desconcertante:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame».
Con estas palabras, ¿qué les pide
Jesús a sus discípulos de ayer y de hoy? ¿Quiere que nos despreciemos a
nosotros mismos, que nos volquemos todos en una vida ascética? ¿Nos pide que
busquemos el sufrimiento para ser más gratos a Dios?
Esta Palabra nos exhorta más bien
a seguir los pasos de Jesús acogiendo los valores y exigencias del Evangelio
para parecernos cada vez más a Él. Lo cual significa vivir con plenitud la vida
entera, como hizo Él, incluso cuando aparece en el camino la sombra de la cruz.
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame».
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La imagen es de Fano |
No podemos negarlo: cada uno
tiene su cruz. El dolor, con sus variadas caras, forma parte de la vida humana,
pero nos parece incomprensible, contrario a nuestro deseo de felicidad. Pero
ahí es precisamente donde Jesús nos enseña a descubrir una luz inesperada. Como
sucede cuando, al entrar en algunas iglesias, descubrimos lo maravillosas y
luminosas que son sus vidrieras, que desde fuera parecían oscuras y sin
belleza.
Si queremos seguirlo, Jesús nos
pide que trastoquemos completamente nuestros valores, quitándonos nosotros del
centro del mundo y rechazando la lógica de buscar el interés personal. Nos propone
que prestemos más atención a las necesidades de los demás que a las nuestras;
que usemos nuestras energías para hacer felices a los demás, como Él, que no
perdió ocasión de consolar y dar esperanza a aquellos con quienes se
encontraba. Y por este camino de liberación del egoísmo podemos comenzar a
crecer en humanidad, a conquistar la libertad que realiza plenamente nuestra
personalidad.
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame».
Jesús nos invita a ser testigos
del Evangelio aun cuando esta fidelidad sea puesta a prueba por pequeñas o
grandes incomprensiones del entorno social en que vivimos. Jesús está con
nosotros, y quiere que nos juguemos la vida con Él por el ideal más atrevido:
la fraternidad universal, la civilización del amor.
Esta radicalidad en el amor es
una exigencia profunda del corazón humano, tal como atestiguan personalidades
de tradiciones religiosas no cristianas que han seguido la voz de la conciencia
hasta el fondo. Escribe Gandhi: «Si alguien me matase y yo muriese con una
oración por mi asesino en los labios y el recuerdo de Dios y la consciencia de
su viva presencia en el santuario de mi corazón, solo entonces se podrá decir
que poseo la no-violencia de los fuertes».
Chiara Lubich encontró en el
misterio de Jesús crucificado y abandonado la medicina para sanar cualquier
herida personal y cualquier desunidad entre personas, grupos y pueblos, y
compartió con muchos este descubrimiento. En 2007, con ocasión de un congreso
de movimientos y comunidades de distintas Iglesias en Stuttgart (Alemania),
escribió:
«También cada uno de nosotros
sufre en la vida dolores por lo menos un poco semejantes a los de Él. [...]
Cuando sentimos [...] estos dolores, acordémonos de Él, que los hizo suyos: son
poco menos que una presencia de Él, un modo de participar en su dolor. Hagamos
como Jesús, que no permaneció petrificado, sino que añadió a ese grito las
palabras: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46) Y
volvió a abandonarse en el Padre.
Como Él, también nosotros podemos
ir más allá del dolor y superar la prueba diciéndole: "En ella te amo a
ti, Jesús abandonado; te amo a ti, me recuerda a ti, es una expresión de ti, un
rostro tuyo”. Y si en el momento siguiente nos lanzamos a amar al hermano y a
la hermana y a hacer lo que Dios quiere, la mayoría de las veces experimentamos
que el dolor se transforma en alegría [...]. Los pequeños grupos en que vivimos
[...] pueden conocer pequeñas o grandes divisiones. También en ese dolor
podemos ver su rostro, superar ese dolor en nosotros y hacer lo que sea con tal
de recomponer la fraternidad con los demás. [...] La cultura de la comunión
tiene como camino y modelo a Jesús crucificado y abandonado».
LETlZIA MAGRI