«Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida
gratuitamente» (Ap 21, 6).
El apóstol Juan escribe el Libro del
Apocalipsis para consolar y animar a los cristianos de su tiempo ante las
persecuciones que se habían difundido en aquella época. Este libro, lleno de
imágenes simbólicas, revela la visión de Dios sobre la historia y su
cumplimiento final: su victoria definitiva sobre todo poder del mal. Este libro
es la celebración de una meta, de un fin pleno y glorioso que Dios destina a la
humanidad.
Es la promesa de la liberación de todo
sufrimiento: Dios mismo «enjugará toda lágrima [...], y no habrá ya muerte ni
habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21,4).
«Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida
gratuitamente».
Esta perspectiva tiene sus brotes en el
presente para quienes ya hayan comenzado a vivir buscando sinceramente a Dios y
su Palabra, que nos manifiesta sus proyectos; para quien siente arder en él la
sed de verdad, de justicia y de fraternidad. Sentir sed, estar en búsqueda es
para Dios una característica positiva, un buen inicio, y Él nos promete incluso
la fuente de la vida.
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El agua que Dios promete se ofrece
gratuitamente. De modo que no solo se ofrece a quien espera ser grato a los
ojos de Él con su esfuerzo, sino a cualquiera que sienta el peso de su
debilidad y se abandone a su amor con la seguridad de ser sanado y de encontrar
así la vida plena, la felicidad.
Preguntémonos pues: ¿de qué tenemos sed? Y ¿a
qué fuentes vamos a apagarla?
«Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida
gratuitamente».
Quizá tengamos sed de que nos acepten, de
tener un lugar en la sociedad, de realizar nuestros proyectos... Aspiraciones
legítimas pero que pueden empujarnos a los pozos contaminados del egoísmo, de
la cerrazón en nuestros intereses personales e incluso al abuso sobre los más
débiles. Las poblaciones que sufren la escasez de pozos con agua pura conocen
bien las consecuencias desastrosas de la carencia de este recurso indispensable
para garantizar vida y salud.
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Y sin embargo, excavando más adentro en
nuestro corazón, encontraremos otra sed que el mismo Dios ha puesto ahí: vivir
la vida como un don recibido y que hay que dar. Acudamos, pues, a la fuente
pura del Evangelio, liberándonos de esos detritus que tal vez la recubran, y
dejémonos transformar también nosotros en fuentes de amor generoso, acogedor y
gratuito para los demás, sin pararnos ante las inevitables dificultades del
camino.
«Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida
gratuitamente».
Además, cuando ponemos en práctica entre
cristianos el mandamiento del amor recíproco, permitimos a Dios intervenir de
un modo muy especial, como escribe Chiara Lubich:
«Cada instante en que tratamos de vivir el
Evangelio es una gota de esa agua viva que bebemos. Cada gesto de amor por
nuestro prójimo es un sorbo de esa agua. Sí, porque esa agua tan viva y
preciosa tiene esta particularidad: brota en nuestro corazón cada vez que lo
abrimos al amor por todos. Es una fuente -la de Dios- que da agua en la medida
en que su veta profunda sirve para calmar la sed de los demás con pequeños o
grandes actos de amor. [...]Y si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida
dará agua cada vez más abundante, sin secarse nunca. Y hay otro secreto más que
Jesús nos reveló, una especie de pozo sin fondo al que acudir. Cuando dos o
tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, Él está en medio de
ellos. Y entonces nos sentimos libres, llenos de luz, y torrentes de agua viva
brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús, que se hace realidad porque de
Él mismo, presente en medio de nosotros, mana agua que quita la sed para la
eternidad».
LETIZIA MAGRI