El Santo Padre recuerda que la
fiesta no es la pereza de estar en el sofá, sino una mirada amorosa y
agradecida por el trabajo bien hecho. Advierte que la codicia del consumir nos
hace estar más cansados al final que antes
FUENTE ZENIT.
Ciudad del Vaticano, 12 de
agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Hoy abrimos un pequeño recorrido de reflexión sobre
las tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar:
la fiesta, el trabajo, la oración.
Comenzamos por la fiesta. Y decimos enseguida que la
fiesta es una invención de Dios. Recordamos la conclusión del pasaje de la
creación, en el Libro de Génesis: “El séptimo día, Dios concluyó la obra que
había hecho, y cesó de hacer la obra que había emprendido. Dios bendijo el
séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había
creado”.(2,2-3). Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a
contemplar y a gozar de lo que en el trabajo se ha hecho bien. Hablo de
trabajo, naturalmente, no solo en el sentido de la labor y la profesión, sino
en un sentido más amplio: cada acción con la que nosotros hombres y mujeres
podemos colaborar a la obra creadora de Dios.
Por tanto, la fiesta no es la
pereza de estar en el sofá, o la emoción de una tonta evasión. La fiesta es
sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho. También
vosotros, recién casados, estáis festejando el trabajo de un bonito tiempo de
noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para ver a los hijos, o los nietos,
que están creciendo, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra
casa, a los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué
bueno! Dios lo ha hecho así. Y continuamente lo hace así, porque Dios crea
siempre, también en este momento.
Puede suceder que una fiesta
llegue en circunstancias difíciles y dolorosas, y se celebra quizá “con un nudo
en la garganta”. Y, también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no
vaciarla completamente. Vosotros, mamás y papás sabéis bien esto: ¡cuántas
veces por amor a los hijos, sois capaces de apartar las penas para dejar que
ellos vivan bien la fiesta, gusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto
amor en esto!
También en el ambiente del
trabajo, a veces --sin dejar de lado los deberes-- sabemos “infiltrar”
algún toque de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como
también una despedida o una nueva llegada… es importante. Es importante hacer
fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina productiva:
¡nos hace bien!
Pero el verdadero tiempo de la
fiesta suspende el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda al hombre
y a la mujer que son hechos a imagen de Dios, quien no es esclavo del trabajo,
sino Señor, y por tanto tampoco nosotros debemos ser nunca esclavos del
trabajo, sino “señores”. Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que es
para todos, ¡nadie excluido! ¡Y sin embargo hay millones de hombres y mujeres e
incluso niños esclavos del trabajo! En este tiempo existen esclavos ¡Son
explotados, esclavos del trabajo y esto es en contra de Dios y en contra de la
dignidad de la persona humana! La obsesión por el beneficio económico y la
eficiencia de la técnica amenaza los ritmos humanos de la vida, porque la vida
tiene sus ritmos humanos.
El tiempo de descanso, sobre todo
el del domingo, está destinado a nosotros para que podamos gozar de lo que no
se produce ni consume, no se compra ni se vende.
Y sin embargo vemos que la
ideología del beneficio y del consumo quiere comerse también la fiesta: también
a veces es reducida a un “negocio”, a una forma para hacer dinero y para
gastarlo. ¿Pero trabajamos para esto? La codicia del consumir, que implica
desperdicio, es un virus malo que, entre otras cosas, nos hace estar más
cansados al final que antes. Perjudica el verdadero trabajo y consume la vida.
Los ritmos desregulados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.
Finalmente, el tiempo de la
fiesta es sagrado porque Dios lo habita de una forma especial. La Eucaristía
del domingo lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su
amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así cada
realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegría y las
fatigas de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo es transfigurado
por la gracia de Cristo.
La familia es dotada de una
competencia extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor
del tiempo de la fiesta. Pero ¡qué bonitas son las fiestas en familia, son
bellísimas! Y en particular la del domingo. No es casualidad si las fiestas en
las que hay sitio para toda la familia ¡son aquellas que salen mejor!
La misma vida familiar, mirada
con los ojos de la fe, nos parece mejor que los cansancios que comportan. Nos
aparece como una obra de arte de sencillez, bonito precisamente porque no es
artificial, no fingido, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la
vida verdadera. Nos aparece como una cosa “muy buena”, como Dios dijo al
finalizar la creación del hombre y de la mujer (cfr Gen 1,31). Por tanto, la
fiesta es un precioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo
estropeemos!
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