Este Fue el mensaje que el Papa Francisco dirigió a las
familia reunidas en oración por el Sínodo, nos parecen dichas también a
nosotros, familias de Granada, que nos reunimos en el Santuario de la Virgen de
Fátima de la Lancha de Cenes.
Queridas familias, buenas tardes.
¿Vale la pena encender una pequeña vela en la
oscuridad que nos rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad?
Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida
llena de recursos estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio.
Frente a las exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para
atrás, de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del
realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el propio
deber.
¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo
humano le causa al profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. «Entonces
Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida [...] Caminó
cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se
introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor
preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la
respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en
el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es
un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa: los
exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el
hombre, para que el mundo crea...
Con este espíritu, hace precisamente un año, en
esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales
–al poner atención en el tema de la familia – supieran escuchar y confrontarse
teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y criterio de
interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente.
Pues, como recordaba el Patriarca Atenágoras, sin el Espíritu Santo, Dios
resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la iglesia se convierte en
una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en
propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de
esclavos.
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana
sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del
hombre; que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo
que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a
prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones laceradas
y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos y rupturas; que
recuerde a estas familias, y a todas las familias, que el Evangelio sigue
siendo la «buena noticia» desde la que se puede comenzar de nuevo. Que los
Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva palabras de consuelo y
orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este
tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del
hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que
sea, en medio de la oscuridad del mundo. La andadura misma de Jesús entre los
hombres toma forma en el seno de una familia, en la cual permaneció treinta
años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la
periferia del Imperio.
Charles
de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que
emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar
fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de
Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración
humilde. Contemplando a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de
la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la
bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no
se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas,
porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al
prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y
solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son
precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también
nosotros –como Charles de Foucauld – en el misterio de la Familia de Nazaret,
en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte
de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida entretejida
de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada
uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad
que brota del sentirse parte de un único cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada
a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las
generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el lugar de
discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de Dios para nuestra
vida y saber acogerlo con confianza. La familia es lugar de gratuidad, de
presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros
mismos para acoger al otro, a perdonar y ser perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más
que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a
reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las
muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar. En la «Galilea
de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de
una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar
continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral.
Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos
siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la
proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que
protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la
paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen
hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un
coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue
siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas
exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por
ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos
aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche
del hombre, indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino,
sencillamente porque ella es la primera que vive la experiencia de ser
incesantemente renovada en el corazón misericordioso del Padre.
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO EN LA VIGILIA DE ORACIÓN POR
EL SÍNODO DE LA FAMILIA. 3 de octubre de 2015
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