«Yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Al final de su Evangelio, Mateo cuenta los últimos acontecimientos de
la vida terrena de Jesús. Él ha resucitado y ha llevado a cumplimiento su misión:
anunciar el amor regenerador de Dios por cada criatura y volver a abrir el
camino a la fraternidad en la historia de los hombres. Para Mateo, Jesús es el
Dios con nosotros, el Enmanuel prometido por los profetas y esperado por el
pueblo de Israel.
Antes de volver al Padre, Él reúne a los discípulos con quienes había
compartido más de cerca su misión, y les encomienda que prolonguen su obra en
el tiempo.
¡Una empresa ardua! Pero Jesús los tranquiliza: no los deja solos; es
más, promete estar con ellos todos los días para sostenerlos, acompañarlos y
animarlos hasta el fin del mundo.
Con su ayuda serán testigos del encuentro con Él, de su Palabra y de
sus gestos de acogida y misericordia para con todos, de modo que muchas otras
personas puedan conocerlo y formar juntas el nuevo pueblo de Dios fundado en el
mandamiento del amor.
Podríamos decir que la alegría de Dios consiste precisamente en estar
conmigo, contigo, con nosotros cada día, hasta el final de nuestra historia
personal y de la historia de la humanidad.
Pero ¿es así? ¿Es realmente posible conocerlo?
Él «está a la vuelta de la esquina, está junto a mí, junto a ti. Se
esconde en el pobre, en el despreciado, en el pequeño, en el enfermo, en quien
pide consejo, en quien no tiene libertad. Está en el feo, en el marginado Así
lo dijo: "Tuve hambre y me disteis de comer..." (cf. Mt 25, 35). …Aprendamos
a descubrirlo allí donde está». Está
presente en su Palabra, que renueva nuestra existencia si la ponemos en
práctica; está en todos los puntos de la tierra en la Eucaristía, y actúa
también a través de sus ministros, servidores de su pueblo. Está presente
cuando generamos concordia entre nosotros (cf. Mt 18,20); entonces nuestra
oración al Padre es más eficaz y encontramos luz para las decisiones de cada
día.
«Yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo»: cuánta esperanza da esta promesa, que nos
anima a buscarlo en nuestro camino. Abramos el corazón y las manos para acoger
y compartir, personalmente y como comunidad: en las familias y en las iglesias,
en los lugares de trabajo y en las celebraciones, en las asociaciones civiles y
religiosas. Encontraremos a Jesús, y Él nos sorprenderá con alegría y luz,
signos de su presencia.
Si cada mañana nos levantamos pensando: «Hoy quiero descubrir dónde
quiere encontrarme Dios», podremos hacer también nosotros una experiencia
gozosa, como esta:
«La madre de mi marido le tenía mucho apego a su hijo, y llegaba a
tener celos de mí. Hace un año le diagnosticaron un tumor: necesitaba
tratamiento y asistencia que su única hija no estaba en condiciones de darle.
Por aquel entonces participé en la Mariápolis, y el encuentro con Dios Amor me
cambió la vida. La primera consecuencia de esta conversión fue la decisión de
acoger a mi suegra en casa, superando todo temor. La luz que se me había
encendido en el corazón en aquel encuentro me hacía verla con ojos nuevos.
Ahora sabía que en ella estaba cuidando y asistiendo a Jesús. Ante mi sorpresa,
ella me devolvía cada uno de mis gestos con el mismo amor. Transcurrieron meses
de sacrificio y, cuando mi suegra se fue al cielo serenamente, dejó la paz en
todos. En esos días me di cuenta de que estaba esperando un hijo, que hacía
nueve años que deseábamos. Este hijo es para nosotros el signo tangible del
amor de Dios».
LETIZIA MAGRI