jueves, 6 de noviembre de 2008

PALABRA DE VIDA NOVIEMBRE 2008

«El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23)
No creas que, porque estás en el mundo, puedes sumergirte en él como pez en el agua.

No creas que, porque el mundo entre en tu casa a través de la radio y la televisión, estás autorizado a escuchar o a ver cualquier programa.

No creas que, porque caminas por las calles del mundo, puedes mirar impunemente todos los carteles y te puedes comprar en el kiosco o en la librería cualquier publicación sin discriminación alguna.

No creas que, porque estás en el mundo, puedes asumir cualquier modo de vivir del mundo: las experiencias fáciles, la inmoralidad, el aborto, el divorcio, el odio, la violencia, el robo.

No, no. Tú estás en el mundo ¿Qué duda cabe?

Pero tú no eres del mundo.
 
Y esto supone una gran diferencia. Esto te clasifica entre los que no se nutren de las cosas que son del mundo, sino de aquellas que te expresa la voz de Dios dentro de ti. Esta voz se encuentra en el corazón de cada hombre y te hace entrar –si la escuchas- en un reino que no es de este mundo, donde se vive el amor verdadero, la justicia, la pureza, la mansedumbre, la pobreza, donde rige el dominio de sí mismo.

¿Por qué se marchan muchos jóvenes a Oriente, por ejemplo a la India, para encontrar un poco de silencio y captar el secreto de algunos grandes maestros espirituales que, por la larga mortificación de su yo inferior, dejan traslucir un amor (…) que impresiona a todos los que se les acercan?.

Es la reacción natural contra el bullicio del mundo, contra el ruido que hay fuera y dentro de nosotros, que no deja sitio al silencio para escuchar a Dios.

¡Ay de mí! Pero, ¿hace falta realmente ir a la India, cuando desde hace dos mil años Cristo te ha dicho: «niégate a ti mismo… niégate a ti mismo…»?

La vida cómoda y tranquila no es propia del cristiano; y Cristo no ha pedido y no te pide menos, si lo quieres seguir.

El mundo te empuja como un río desbordado y tú tienes que nadar contra corriente. El mundo, para el cristiano, es una selva densa en la que hay que ver donde se ponen los pies. Y, ¿dónde hay que ponerlos? En esas huellas que Cristo mismo te ha marcado al pasar sobre esta tierra: son sus palabras. Hoy Él te vuelve a decir:

«El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo…»

Esto quizá te expondrá al desprecio, a la incomprensión, a las burlas, a la calumnia; te aislará, tendrás que aceptar el perder tu reputación y el dejar un cristianismo que está de moda.

Pero aún hay más:
«El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga»

Lo quieras o no, el dolor nos amarga la existencia a todos. También a ti. Y todos los días nos llegan pequeños o grandes dolores.

¿Quieres esquivarlos? ¿Te rebelas? ¿Te vienen ganas de maldecir? Entonces no eres cristiano.
El cristiano ama la cruz, ama el dolor, aun en medio de las lágrimas, porque sabe que tienen valor. No por nada entre los innumerables medios que Dios tenía a su disposición para salvar a la humanidad, eligió el dolor.
Pero Él –recuérdalo– después de haber llevado la cruz y ser clavado en ella, resucitó.

La resurrección es también tu destino3, si en vez de despreciar el dolor que te procura tu coherencia cristiana y todo lo que la vida te manda, sabes aceptarlo con amor. Entonces experimentarás que la cruz es el camino, ya desde esta tierra, hacia una alegría jamás experimentada; la vida de tu alma comenzará a crecer: el reino de Dios en ti adquirirá consistencia y fuera el mundo desaparecerá poco a poco de tus ojos y te parecerá de cartón. Y ya no envidiarás a nadie.

Entonces te podrás llamar seguidor de Cristo:

«El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga»

Y como Cristo, al que has seguido, serás luz y amor para las innumerables llagas que desgarran a la humanidad de hoy.

Chiara Lubich

1 comentario:

Pastoral Familiar dijo...

El comentario a esta frase del Envagelio se puede encontrar en el libro "SER TU PALABRA" de Chiara Lubich, editado por la ED Ciudad Nueva en 1980 , pp. 29-32.