Texto
completo de la homilía del Santo Padre en la eucaristía concelebrada con los
nuevos cardenales
«Que tu ayuda, Padre
misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu». Esta oración
del principio de la Misa indica una actitud fundamental: la escucha del
Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y
renovadora, el Espíritu sostiene siempre la esperanza del Pueblo de Dios en
camino a lo largo de la historia, y sostiene siempre, como Paráclito, el
testimonio de los cristianos. En este momento, junto con los nuevos cardenales,
queremos escuchar la voz del Espíritu, que habla a través de las Escrituras
que han sido proclamadas.
En la Primera Lectura
ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el
Señor vuestro Dios, soy santo». Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Estas palabras nos
interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen
especialmente a mí y a vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a
los que ayer habéis entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la
santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin
embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo
el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones.
Pero recordemos, todos nosotros, que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo
sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro,
sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres
veces Santo.
El Levítico dice: «No
odiarás de corazón a tu hermano... No te vengarás, ni guardarás rencor...
sino que amarás a tu prójimo...». Estas actitudes nacen de la santidad de
Dios. Nosotros, sin embargo, a veces somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...;
pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede
purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este
trabajo de conversión, conversión del corazón, conversión a la que todos
nosotros, vosotros cardenales y yo, debemos hacer, esta conversión.
También Jesús nos
habla en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo
hace mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y
los fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis
del pasaje de hoy se refiere a la venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo
por ojo, diente por diente”. Pues yo os digo: ...si uno te abofetea en la
mejilla derecha, preséntale la otra». No sólo no se ha devolver al otro el
mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con
largueza.
La segunda antítesis
se refiere a los enemigos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y
rezad por los que os persiguen”. A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a
los que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor
que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las
comunidades, en el mundo. Hermanos cardenales, Jesús no ha venido para
enseñarnos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era
necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para
salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas
movedizas del pecado, y este camino de santidad, es la misericordia. La que Él
nos ha dado y cada día tiene con nosotros. Ser santos no es un lujo, es
necesario para la salvación del mundo. Y esto es lo que el Señor nos pide a
nosotros.
Queridos hermanos
cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor
celo y ardor estas actitudes de santidad. Precisamente en este suplemento de
entrega gratuita consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a
quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos
con una sonrisa al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer,
contrapongamos más bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las
humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo,
que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser «cauces» por los
que fluye su caridad. Esta es la la actitud, este debe ser el comportamiento de
un cardenal. El cardenal entra en la Iglesia de Roma, hermanos, no en una
corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y
comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos,
preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí; no, no»;
que nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de
la santidad.
Rezemos nuevamente, tu
ayuda Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu. El
Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san Pablo: «Sois templo de
Dios...; santo es el templo de Dios, que sois vosotros». En este templo, que
somos nosotros, se celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del
perdón, del servicio; en una palabra, la liturgia del amor. Este templo
nuestro resulta como profanado si descuidamos los deberes para con el prójimo.
Cuando en nuestro corazón hay cabida para el más pequeño de nuestros
hermanos, es el mismo Dios quien encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le
deja fuera, el que no es bien recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de
amor es como una iglesia desconsagrada, sustraída al servicio divino y
destinada a otra cosa.
Queridos hermanos
cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y entre nosotros. Os pido vuestra
cercanía con la oración, el consejo, la colaboración. Y todos vosotros,
obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos, uníos en la
invocación al Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales tenga cada
vez más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al evangelio
y ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo
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