«Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).
La predicación de Jesús
se abre con el sermón de la montaña. Ante el lago de Tiberiades, en una colina
cerca de Cafarnaún, sentado, como solían hacer los maestros, Jesús anuncia a la
muchedumbre cómo es el hombre de las bienaventuranzas. Ya en el Antiguo
Testamento había resonado varias veces la palabra «bienaventuranza», es decir,
la exaltación de quien cumplía de distintos modos la Palabra del Señor.
Las bienaventuranzas de
Jesús evocan en parte las que los discípulos ya conocían; pero ahora oían por
primera vez que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir al monte del
Señor, como cantaba el salmo (cf. Sal 24, 4), sino que incluso podían ver a
Dios. ¿Qué pureza era esa tan alta como para merecer tanto? Jesús lo explicaría
varias veces a lo largo de su predicación. Por ello, tratemos de seguirlo para
beber en la fuente de la auténtica pureza.
«Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Ante todo, según Jesús,
hay un medio excelente de purificación: «Vosotros ya estáis limpios por la
palabra que os he anunciado» (Jn 15, 3). No son los ejercicios rituales los que
purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras
humanas; en ella está presente Cristo, así como está presente de otro modo en
la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros siempre que la dejemos actuar,
nos hace libres del pecado y, por tanto, puros de corazón.
Así pues, la pureza es
fruto de vivir la Palabra, todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los
llamados apegos, en los que caemos sin remedio si no tenemos el corazón en Dios
y en sus enseñanzas. Pueden referirse a las cosas, a las criaturas o a uno
mismo. Pero si el corazón está atento solo a Dios, todo el resto cae.
Para salir airosos de
esta empresa puede ser útil repetir durante el día a Jesús, a Dios, esa
invocación del salmo que dice: «Señor, tú eres mi único bien» (cf. Sal 16, 2).
Repitámoslo a menudo, y sobre todo cuando algún apego quiera arrastrar nuestro
corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la
visión del bien y quitamos la libertad.
Cuando nos apetezca
mirar ciertos carteles publicitarios o ver ciertos programas de televisión,
¡no! Digámosle: «Señor, tú eres mi único bien», y este será el primer paso para
salir de nosotros mismos y volver a declararle a Dios nuestro amor. Y así
habremos ganado en pureza.
¿Nos percatamos a veces
de que una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios
y nosotros y empañan nuestra relación con Él? Entonces es el momento de
repetirle: «Señor, tú eres mi único bien». Esto nos ayudará a purificar
nuestras intenciones y a recobrar la libertad interior.
«Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Vivir la Palabra nos
hace libres y puros porque es amor. El amor es lo que purifica con su fuego
divino nuestras intenciones y toda nuestra intimidad, pues el corazón, según la
Biblia, es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que
Jesús nos recomienda y que nos permite vivir esta bienaventuranza: el amor
recíproco, el amor de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a
ejemplo de Jesús. Este crea una corriente, un intercambio, un clima cuya nota
determinante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de
Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro (cf. Sal 51,
12). Si vivimos el amor mutuo, la Palabra produce sus efectos de purificación y
santificación.
El individuo aislado es
incapaz de resistir largo tiempo a las instigaciones mundanas, mientras que en
el amor recíproco encuentra el ambiente sano capaz de proteger su pureza y toda
su existencia cristiana auténtica.
«Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Y aquí está el fruto de
esta pureza que siempre hay que reconquistar: que se puede ver a Dios, es
decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, oír su voz en el
corazón, captar su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía,
en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es un modo de saborear
la presencia de Dios ya desde esta vida, «caminando en fe y no en visión» (cf.
2 Co 5, 7), hasta que veamos «cara a cara» (1 Co 13, 12) eternamente.
Chiara Lubich
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