«Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
(Mt
28, 21).
El
evangelista Mateo comienza el Evangelio recordando que ese Jesús cuya historia
va a narrar es el Dios-con-nosotros, el Enmanuel (cf. Mt 1, 23), y lo concluye
refiriendo las palabras arriba citadas, con las que Jesús promete que estará
siempre con nosotros, incluso después de que haya vuelto al cielo. Hasta el
final del mundo será Dios-con-nosotros.
Jesús
dirige estas palabras a sus discípulos después de haberles encomendado la tarea
de ir por el mundo entero a llevar su mensaje. Era muy consciente de que los
mandaba como ovejas en medio de lobos, y de que sufrirían contrariedades y
persecuciones (cf. Mt 10, 16-22). Por eso no quería dejarlos solos en su
misión. Así, precisamente en el momento en que se va, ¡promete quedarse! Ya no
lo verán con los ojos, no volverán a oír su voz ni podrán tocarlo, pero Él
estará presente en medio de ellos, como antes e incluso más que antes. Pues si
hasta entonces su presencia se localizaba en un lugar bien preciso –en
Cafarnaúm, en el lago, en el monte o en Jerusalén–, de ahora en adelante Él
estará dondequiera que estén sus discípulos.
Jesús
se refería también a todos nosotros, que tendríamos que vivir en medio de la
vida compleja de cada día. Como Amor encarnado que es, habrá pensado: yo
quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos sus
preocupaciones, quisiera aconsejarles, quisiera caminar con ellos por los
caminos, entrar en las casas, reavivar su alegría con mi presencia.
Por
eso quiso permanecer con nosotros y hacer que sintiésemos su cercanía, su
fuerza y su amor.
El
Evangelio de Lucas cuenta que después de haberlo visto ascender al cielo, sus
discípulos «se volvieron a Jerusalén con gran alegría» (Lc 24, 52). ¿Cómo podía
ser? Porque habían experimentado la realidad de esas palabras suyas.
También
nosotros estaremos llenos de alegría si creemos de verdad en la promesa de
Jesús:
«Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
Estas
palabras, las últimas que Jesús dirige a sus discípulos, marcan el final de su
vida terrena y, al mismo tiempo, el inicio de la vida de la Iglesia , en la cual está
presente de muchos modos: en la
Eucaristía , en su Palabra, en sus ministros (los obispos, los
sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los
prójimos.
A
nosotros nos gusta subrayar en particular una presencia de Jesús: la que Él
mismo nos indicó en este mismo Evangelio, el de Mateo: «Donde dos o tres están
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Mediante
esta presencia, Él quiere poder establecerse en cualquier lugar.
Si
vivimos lo que Él manda, especialmente su mandamiento nuevo, también podemos
experimentar esta presencia suya fuera de las iglesias, en medio de la gente,
en los lugares donde la gente vive, por todas partes.
Lo
que se nos pide es ese amor mutuo, de servicio, de comprensión, de
participación en los dolores, en las ansias y en las alegrías de nuestros
hermanos; ese amor que todo lo cubre y que todo lo perdona y que es propio del
cristianismo.
Vivamos
así para que todos tengan la oportunidad de encontrarse con Él ya en esta
tierra.
Chiara
Lubich
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