«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
3. El lazo indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que
nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes
teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un
contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación
la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo
de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y
reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es
limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad,
pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana
es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana consiste en un continuo
subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el
amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y
hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo
de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está
estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los
pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción,
simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta
y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad
corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico
debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia
general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia
a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda
humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es
precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna
acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el
pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica Populorum
progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor
de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros,
vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo
posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in
veritate, 8).
En definitiva, todo parte del amor y tiende al
amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si
lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino,
capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor
y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre fe y obras de
caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen
quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia
mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios;
tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya
somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso
Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa
salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta
iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más
bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad.
Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino
que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe
sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan
recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida
cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha
más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos
y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo,
también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de
la limosna.
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